Estos días finales de octubre nos custodió leyendo – no la vereda de Chacaíto en la Caracas distante y decaída al presente debido a las ofuscaciones políticas – sino la ventana de una vivienda mediterránea. En nada se parece al balcón acariciando el erguido jaboncillo en “Cartas a Patricia”, y aún así el paisaje observado se agradece cuando alzando la mirada percibimos la cercana rosaleda del Parque los Viveros en la Valencia del Cid, la bien llamada “Balansiya Ibn Said” en la lejana y subliminal historia hispana-árabe.
De William Shakespeare se puede decir que sus obras de teatro representa el todo, lo indiviso. Portentosamente nada se le escapó. Y si alguien alcanzara nuestro planeta azulino a partir de una lejana galaxia y anhelara conocer al ser humano que en ella vive a plenitud, suficiente sería con repasar los escritos del anglosajón contemporáneo de nuestro Miguel de Cervantes.
Harold Bloom, profundo conocedor de Shakespeare, en su obra “Cómo leer y por qué”, menciona un prefacio de Samuel Johnson insertado en la edición de las obras teatrales del prolifero autor.
“Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.
Sí una persona leyera a lo largo de su existencia únicamente la tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, encontraría en esas páginas lo que necesita saber de los bretes, resentimientos y pasiones desbordadas de todo hombre y mujer, y si a esa asimilación se le añadiera el prólogo de Víctor Hugo consagrado al bardo inglés, conocería en su dimensión creativa el temple del que estaba edificado el genio nacido en Stratford, una aldea levantada a orillas del río Avon.
Lo pronunció el autor de “Los miserables” en una noche de fragores, rayos, lluvia inclemente y baja neblina: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte.”
Es bien sabido que vamos de la vida a la muerte, y en esa micra de tiempo se nos representa, en una puesta en escena o acto sacramental pagano, cada una de las connotaciones humanas. Allí sale a nuestro encuentro la sangre, el perenne odio y el bárbaro que mora en lo más profundo de nuestras profundidades. Ninguno de esos tumultos interiores nos abandona nunca.
Estamos cimentados de mala levadura y aún así, o tal vez a razón de ello, también de un soplo divino. El poeta de la Castilla barbacana lo perpetuó: “Esto que tengo de arcilla, y esto que tengo de Dios”.
Señala la mitología grecolatina que Sísifo, rey de Corinto, célebre por su astucia, al morir fue castigado al infierno a causa de sus fechorías, y para que no usara ninguna de sus conocidas tretas, estaría obligado empujar una pesada piedra hasta la cumbre de una montaña. Como es bien sabido y a punto de alcanzar la cima, siempre, la enorme roca caía y regresaba a la falda del monte.
Sin duda alguna, en estos mismos momentos sigue empecinado en esa ardua tarea.
Shakespeare, en sentido figurativo o quizás literal, hace lo equivalente. Si sus obras escénicas encarnadas en el Teatro del Globo en la corte de Isabel I, la Reina Virgen, pretendiéramos asimilarlas en honduras, eso nos obligaría, una y otra vez, hasta el final de los años, a releerlas docenas de veces.
Esto persistiría hasta que el tiempo nos solidifique o nos convierta en polvo de estrellas.