Llorar hacia dentro

 

Nuestras íntimas desazones colmadas de dudas y aprensiones, han vuelto a leer  las últimas páginas escritas -  indagando respuestas a la incomprensión humana -  de la periodista con membranas púdicas llamada  Oriana Fallaci.

 

La siempre cruda escritora italiana tiene respuestas despellejadas atiborradas de pus hacia  los sórdidos seres  que olvidan en el lodo a sus semejantes: a desterrados de todos los rincones de la tierra. Y es que cada día es más espinoso cruzar una frontera si perteneces a un país de negros, cobrizos o simples tercermundistas huyendo desesperados y con nada entre las manos,  de los campos bélicos de Siria y Libia.

 

Nos parecen demasiados los que llegan a pie, en barcas destartaladas o sobre el barro  los que estos últimos días de octubre  se han  vestido de invierno desalmado en las crueles aguas mediterráneas y en los caminos del centro de Europa. 

 

Informan las organizaciones  protectoras de  hombres, mujeres y niños sin tierra ni vientos que los cobijen,  que los expatriados actuales son una pequeña parte de los que vendrán   buscando  cobijo, y que han de   seguir haciéndolo aún a costa de sus vidas.

 

Hace unos años, en los días que comenzaron los exilados de los Balcanes a salir de aquel conflicto inhumano, un diputado italiano  pidió que la Marina de guerra  hundiera  los barcos de los desplazados que desde las costas del otro lado del Mar Adriático, entre el estrecho de Otranto y Albania, intentan llegar a los caladeros de Malfredonia o Brindisi.

 

 En aquellos días, uno mismo comenzó  a sentir la brisa de la costa Amalfitana temblar entre los jardines del hotel donde me hospedo siempre que voy a la Italia meridiana, teniendo ante mis ojos la Bahía de Nápoles y a un lado, sobre el azul mar, la seductora Isla de Capri, donde espero un día hacerme lanilla de olvido cerca de la Torre de Tiberio bajo  los  viejos pinos  de los acantilados de la gruta Maravigliosa cercana a los   imperecederos Farallones.

 

Lo recuerdo: suele  suceder cuando hurgo en el aire  el dolor de los abandonados de toda protección.  La sangre a comienza a  moverse igual a  una marabunta hambrienta entre las venas.

 

Capri es privilegiada: Uno pisa la Marina Picola y tienta  hermosas embarcaciones de viajeros  ricos que jamás serán hechas astillas por los cañones brillantes de la Marina italiana que explayó Mussolini.

 

Es ahí, en esas atalayas cuando la voz de Orina llega revoloteando entre los almendros desnudos. Aún muerta, habla de Ulises y versifica la voz de Petrarca,  Dante   o Cesare Pavese escribiendo  “El muchacho que había en mí”.

 

 Ella sabía que detrás de de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Safo,  Aristóteles, Esquilo, Fidias... y todas las guerras del Peloponeso.  “La antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Roma con su grandeza, sus códigos y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura”. No lo señaló ella  pero uno lo añade: también Nerón y Calígula.

 

  Le punzó hasta el final de su vida  la destrucción anodina  de esa Europa tan amada e idolatrada, la  de los anhelos entrañables, siempre ingenua, generosa,  condescendiente,   cerrada ahora  a cal y canto – los dioses tal vez salven  la Alemania de Schiller y  Goethe -  a  los desterrados de toda patria ante la mirada de un Aquiles o Néstor antes de que llegue  el Agamenón irreversible.

 

 Una vez pasado el tiempo de la sinrazón y las tenebrosidades, es un deber   registrar este huracán de adversidades   en los libros de la conciencia sensitiva con estas secas palabras:

 

En esta época sombría el escribidor no puede hacer nada, a lo sumo llorar sobre el diapasón de sus entrañas.



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