De Caracas – ciudad en la que han quedado cuatro décadas de vivencias desmigajadas - poseo requiebros, coqueteos, ritmos criollos y los siempre empujones ásperos que dan las urbes incandescentes de pasión, sangre, lágrimas y besos furtivos.
Bajo el balcón de la vereda en la que a sorbos bebí parte de mi existencia, hay negros vendedores de helados venidos de las Antillas con sus carritos pintados de tonalidades chillonas caminando en fila india.
Un viejo corcovado saca a pasear a su perro, o éste a él, al ir el animal siempre delante empujando la humanidad contorsionada del anciano.
Igual a todas las calles con malogros y quimeras, la niña casquivana y buena cual guisado de hallaca, hace carantoñas con el vendedor de fruta y ese extraño romance es la comidilla de comadres que, a la caída de la tarde, salen a la acera a destejer la monotonía acumulada en sus cuartuchos impregnados de sudores y aceite de coco quemado.
Del árbol decapitado, quedó el muñón desnudo, y aún así lo seguimos mirando como si estuviera erguido. Todas las tardes al salir al balcón, si extendía la mano rozaba sus hojas. Algunas veces le hablaba de mis cuitas, y de esa forma supe de su fogosidad hacia el tango malévolo y los candentes arrullos con el gañán viento del Norte.
Una amanecida de ron blanco y pedazos de arepas, le hablé de Jorge Luis Borges y sentí su madera carcomida por la lluvia y el calor sofocante, comprimirse.
Hace unas tempraneras horas en la Valencia mediterránea donde hago pasada y fonda, sin saber de qué escribir como suceden infinidad de ocasiones, nos vino a la memoria aquel relámpago y redacté el puñado de líneas de la crónica de hoy.
El árbol – era un jaboncillo - en el lugar donde se hallen sus secas ramas convertidas en polvillo de olvido, recordará esa amistad.
Sin duda a Borges, el escritor inmortal, coleccionista de hojas recogidas en todos los bosques del planeta, le hubiera gustado conocerlo. Acaso le hubiera escrito un poema con fervor porteño:
“Cada arbolito es una selva de hojas. / Lo asedian vanamente / los estériles cerros silenciosos / que apresuran la noche con su sombra / y el triste mar de inútiles verdores”.
- Esperá, pibe, no tan aprisa. Voy corriendo.
- ¿Bioy?
- El mismo, Che. Escuché esos versos arrancados de “Fervor de Buenos Aires”, y enseguida me dije: esa voz gangosa la conozco.
El autor de “El informe de Brodie” le tomó del brazo, anduvieron despacio y comenzaron a contarse historias perdurables.
- Mira Adolfo - no recordaba de que esas palabras las inventaron en momentos de risas a dúo - si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico.
Se miran y sonríen.
- Es más, en un mundo donde casi todo parece estar consagrado a la gravedad de la situación, yo me levantaría a glorificar la liviandad del entorno. Porque estoy de acuerdo con Will Durant quien dijo: “La alegría es más sabia que la sabiduría”.
Borges calla y camina hacia la orilla del Río de la Plata, ancho como el mar; Bioy lo sigue. La bruma los envuelve en celaje, música y tonadas de pibes.
Ernesto Sábato - sin saberlo ya estaba envuelto en crepúsculos - inmóvil en el zaguán de una esquina, los mira con nostalgia partir y les grita: “¡Pronto os alcanzaré, muchachos!”.
Los dos amigos se dan la vuelta y exclaman al unísono: “No temás, aquí estaremos; tenemos un viaje hacia el Sur en pos de mariposas azules y cardos floridos, caracolas de mar y murmullos de estrellas”.
El hálito del árbol amputado de la vereda se emociona al oír la ficción.
Y uno aquí lejos, frente al mar Mediterráneo, lo hurga entre el murmullo de unas hojas rozando los vientos de la cercana rosaleda del valenciano “Jardín de Viveros”.
Es cierto: uno nunca está desguarnecido si sabe estar con sus recuerdos.