La levedad del ser

Unos días en el centro de Europa,  caminando a paso de gorrión de casero vuelo  sobre la ciudadela de Praga, entre sombras hendidas de vidas que no llevan al Castillo que matiza de manera recóndita a la ciudad de los alquimistas y la extraña corte de Rodolfo II,  ese barrio de Mala Strana, entre estilos renacentistas y barrocos, la vida recóndita del Golem en los callejones del gueto, y tal vez en mitad del medio, el barrio Josefo y la Plaza Vieja, y muy cerca del Puente de Carlos  el impresionante y trágico cementerio judío, el recuerdo de la estancia languidecida  de Apollinaire en los esplendores y decadencias del imperio austrohúngaro buscando los pasos de  Kafka,  su anhelada  Milena  y el crepúsculo bajo los puentes del Moldava.

 

Estando ahí, sin haber escuchando  hasta entonces algunas de las embelesadas  Polkas, siempre de moda en Bohemia, entre sauces blancos y un cielo gris plomizo, nos enfrentamos  -más que a unos acontecimientos crueles que representó la historia adolorida, brutal y sangrante  en las dos últimas guerras mundiales en las que tanto padeció la República Checa-  a las palabras  de Milan Kundera en “La insoportable  levedad del ser”, con esas páginas contrariadas entre nuestras manos,  dicho ya el adiós pesaroso  -  quizás hasta pronto, si los días del cercano invierno nos son propicios -  subíamos a un avión que nos llevaría a los  promontorios de la isla de Chipre. Mitad griega y mitad turca.

 

Sobrevoló los acantilados  del sector turco y emprendió  después, como si cruzara un sembradío de colinas verdes y azules, las pequeñas y grandes islas que forman Grecia. El destino era Roma.

 

  En  las alforjas  “El camino de los griegos”,  un ensayo de la alemana Edith Hamilton, cuya publicación,  en 1930,  recibió la enemistad de los historiadores helénicos y que hoy es un tratado de los fundamentos de nuestra cultura occidental.  A la par,  llevabo un pequeño ramo de albahaca obtenido en el aeropuerto de Larnaca.

 

 Equipaje suficiente como soporte de los vaivenes del espíritu.

 

 Gracia, tal como la conocemos hoy, es la sangre mezclada con muchas otras, y siempre ahí, imperecedera, madre de las raíces insondables de los valores humanos.

 

Aquellas alianzas en el Peloponeso donde había un Pericles más dios que hombre, permitieron la llegada de un Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro.

 

Eran los tiempos en que en Grecia lo divino estaba vivo, y en las ciudades de los césares nos explicaron la razón del Cosmos.

 

Zeus, Dionisios, Apolo, Hera, Afrodita y tantos  más, fueron grandes por la llana y  simple  razón de haber sido antes, sobre todo, profundamente hombres y mujeres

 

Todos somos un poco helénicos  y mamamos la esencia de esa raza. Borges, el ciego de Rivadavia,  lo ha dicho:

 

“Los griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas  dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica.”

 

 Ahora sabemos que sin esos conversadores, la cultura occidental hubiera sido  inconcebible.

 

  Lo mismo sucedería con las palabras huecas y estériles antes de la entrega carnal con las diosas paganas que,  en noches de lujuria,  nos hicieron febriles entre  los abrazos del amor  pasional.

 

 En Roma la fogosidad se  hizo bacanal, paradisíaca en los frisos de piedra, no en las vías, corsos y calles con  nombres de césares y papas impenitentes.

 

 Aquel tiempo se hizo exaltación lejana, mientras el actual nos lo recordó Yeats: “Las cosas se desmoronan, ceden los cimientos, la anarquía se desata sobre el mundo”.

 

Hoy observamos horrorizados la barbarie del actual Estado Islámico  surgido de las cavernas: su crueldad religiosa y un odio a la civilización en los poemas de “La segunda venida”, más  un libro escrito hace un siglo por Robert Hugh Benson, hijo del primado de la Iglesia anglicana y arzobispo de Canterbury, llamado “Señor del mundo” y  de   una actualidad pasmosa,  nos está acercando a una apocalíptica profecía.

 

 En Valencia del Cid, la ciudad mediterránea donde ahora trasiego mis días languidecidos, se volvió sombra encerrada en recuerdos imperecederos.

 

Leo, escribo -  ahora un libro realista cuyo autor es Rafael Chirbas. Murió hace unos días apenas a los 65 años. Es sus páginas la crisis económica española, ese golpe seco que aún colea y duele -. Algunas tardes camino. Un corto paseo entre los árboles, los setos y rosales en los Jardines de Vivero que veo con sosiego desde mi ventana.  Siento que es un don que la naturaleza nos ha concedido.

 

En  la mirada, las vivencias se adormecen, y  la existencia,  si se sabe beberla sin prisa, con sosiego, contiene sortilegios fluidos.


 



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