Cataluña ya votó, ahora España

En las elecciones autonómicas celebradas hace unos días, sus promotores venían patrocinando una trampa permitida sin grandes reparos por nuestro Presidente del Gobierno, que, lejos de reaccionar contra tamaño reto, lo fió todo al resultado de las elecciones. La trampa consistía en que las elecciones serían interpretadas como si de un plebiscito se tratara.

Pues bien, lo han perdido, aunque es cierto que han logrado dividir, crear tensiones y ahuyentar a un gran número de empresas e inversores que desconfían de unos gestores que piensan más en sus intereses personales que en el bien común.

El plebiscito se caracteriza por ser un voto popular directo en el que no se disputan escaños, sino solo votos. Por ello no gana el que más escaños obtiene, sino el que más votos consigue.

El hecho de que los secesionistas hayan fracasado no significa que el problema catalán quede sepultado. Nada más lejos de la realidad. Se traslada ahora a las elecciones generales de diciembre. Un presidente melifluo, errático, sin un fuerte y arraigado sentido constitucional y de Estado nos puede arrastrar al caos.

La extravagante y extemporánea imputación del presidente catalán viene a añadir mayor incertidumbre a tan delicado asunto.

La intervención judicial respecto a una actuación claramente ilegal pero acontecida hace nueve meses ha conseguido que el cadáver político de Mas, que ya iba camino del horno incinerador, resucite y se convierta ahora en mártir, en un héroe, mutación a la que ha contribuido el hecho de que se le cite a declarar el 15 de octubre, fecha coincidente con el fusilamiento de Companys. Pocas veces una imputación ha supuesto para el imputado pasar de villano a personaje histórico.

Quizá no sea ajena a esta metamorfosis la circunstancia de que quien firma la imputación sea el magistrado elegido precisamente por la Asamblea Legislativa de Cataluña por el turno de designación autonómica para la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña encargada de juzgar a los aforados, como es el caso de Mas.

Al margen de estas “curiosidades”, no cabe duda de que el problema catalán pervive y que mirar para otro lado sería contribuir a mantener viva la llama independentista, que, por otro lado, es legítima siempre que se articule por los cauces legales, y hace buena aquella frase de Séneca: “Toda la armonía de este mundo está formada de discordancias”.

Decía Ostrogorsky que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia.

Hagamos nuestro tan sabio razonamiento y demos al conjunto del pueblo español, a quien constitucionalmente corresponde la legitimidad para pronunciarse sobre un asunto de esta trascendencia, la oportunidad de hacerlo. Para ello hay dos caminos: convocar un plebiscito o un referéndum (no voy a entrar en este medio en una disquisición doctrinal), a través del cual pueda expresar su opinión sobre si Cataluña debe ser una nación independiente, o ponerse al nivel de los dirigentes catalanes y otorgar a las elecciones generales de diciembre el alcance de un plebiscito.

Si votó la parte, toca ahora que vote el todo.

Sería la única manera de acallar, al menos durante algún tiempo, estos impulsivos y radicales movimientos articulados a través de procedimientos ilegales que solo acarrean incertidumbre, zozobra y ruina social y económica.

 



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