letras vivenciales

Nuestro acervo material es una biblioteca constituida durante años con  apasionado  placer.

El camino inevitable que trascurre con nosotros  en la costa mediterránea tras una larga permuta  de 40 años en tierras de América, hizo que esa librería heterogénea represente una  arquería  que envuelve las paredes del tálamo donde reposamos, mientras va ofreciendo  serenidad al espíritu añejo.

 

Con esos libros  la existencia es más sosegada,  mientras se van trasmutando  en pasiones las páginas que vamos leyendo  como una exhalación de las vivencias idas que comienzan a hacerse bruma.

 

  Hace unos días  tomamos de la estantería la obra de Carlos Fuentes “En esto creo”, unas fragmentadas  páginas de una autobiografía interior muy íntima y a la vez dadivosa con el lector. En ella se van transitando los vericuetos del abecedario del espíritu cuando  surge  en  hervores  entre los poros sensitivos de  la piel.

 

 Emprende el sendero  por la A de  amistad y finaliza en la Z de  Zurich, la ciudad Suiza que, como a Jorge Luis Borges, le  fraguó en el conocimiento positivista sin convertirlo, como dice,  “en  reloj de cucú”, pero sí le ayudó a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia  un cuerpo joven sobre  el deseo encendido.

 

Aconteció una noche frente al lago Leman, convertido en unos instantes en la playa Lido  de “Muerte en Venecia”, cuando el  demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual joven  Tadzio.

 

 En ese particular recorrido alfabético del autor,  nos detuvimos  en la letra R, y en ella residía la voz Revolución, una expresión social lejana de mis propias afinidades humanas, al espantarme las vehemencias y sentir horror ante esos bruscos  cambios traumatizantes de los que han querido voltear el mundo y siempre han dejado un  interminable reguero de sangre, aprensiones dolientes y destrucción.

 

Intuyo con los años – he cruzado el Rubicón de mi propia supervivencia sin enmienda ni regreso – que solamente  a un alborotador de postín, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, como dice el propio mexicano,  al ser el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.

 

  A la caída de la tarde costera y con intención de descansar del alcaloide bendito  de la lectura, enciendo esa “caja boba” y aún así necesaria,    llamada televisión,   convertida el  somnífero perfecto para un anhelado  sueño.

 

 Una  transmisión habla  del Estado Islámico y sus fechorías demenciales de muerte  y destrucción en nombre de un Dios (Alá), demostrando con creces que seguimos sin aprender nada de la historia; cada gobernante o exaltado diabólico  necesita inventar sus  desequilibrados mitos para no caer del pedestal donde está alzado. Lo comenzaron haciendo los reyes de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento escrito, inventado o soñado por Agamenón y  Homero.

 

 La historia nos  lo recuerda con rasgos dolientes: Los pueblo no aprenden de sus tragedias, y cuando trasluce algo amargo, ya es demasiado tarde para volver a regresar al encuentro  de sus pasos perdidos.

Eso es lo que nos enseña de manera transparente  ese compendio de letras  que Carlos Fuentes nos dejó en las manos  unos meses antes de su sentida muerte. 



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