En una placita de Londres, sentado en un banco, se halla la figura moldeada de Oscar Wilde para que cualquier andante pueda hablarle entre soliloquios cortados. El irlandés exilado, de un gordo deslucido y pelo revuelto, mira el paisaje gris de una ciudad donde amó mucho y, en reciprocidad, recibió desprecio, un juicio horroroso y cárcel. Cuando eran joven había dicho: “¡De qué cosas más pequeñas depende la felicidad!”. Con los años esas palabras le supieron a penurias agridulces.
Ese día, el autor de “El retrato de Dorian Grey” estaría delante de una taza de café en un bar parisino, con los ojos cansados y cubiertos de arrugas, mientras en el bulevar la mañana se levantaba cansina, había frío, comenzaba a nevar y al escritor le quedaba poco más de un año de vida.
Ningún virtuoso es simultáneo de la época en que vive: su tiempo es el futuro. A más de un siglo de la muerte de Wilde, sus libros, comedias y anécdotas siguen tan vivas como si hubieran sido escritas al alba de la mañana. Se genialidad fue más espaciosa que el amor enfermizo hacia un barbilampiño Lord Alfred Douglas.
Hay un diálogo recreado por Luis Antonio de Villena, en el cual las ácidas palabras que Wilde enviadas a su joven amante son el preludio de una pasión cincelada a golpes:
“Yo sé que no me querías. O para expresarlo con la claridad que exigía Oxford: querías aprovecharte de mí. De mi dinero, de mi antigua posición literaria, de mis amistades... Tus poemas eran mediocres, la aristocrática bestia a la que llamas padre no te daba un penique, y tu sola pretensión era tontear con la belleza...”
La belleza en ese instante lo suele ser todo: ella derrocha el norte de la vida y uno llega sin darse cuenta, y demasiado rápido, a los enredos del amor disoluto.
En “La musa de los muchachos” de Estratón de Sardes, el amor “dorio” se cubre de un erotismo educativo al unir los dos matices de la pederastia: el goce y la pedagogía. “Amar a los muchachos – expresa el epigramista - es cosa placentera, pues el hijo de Cronos, rey de los inmortales, se enamoró de Ganimedes, y raptándolo se lo llevó al Olimpo y lo divinizó.”
Ese fue el segundo gran pecado de Wilde. El primero, haber vivido en la era victoriana. Un siglo y algo más es un tiempo largo, y en esas décadas muchas cosas se hacen polvo de olvido, otras, se sobreviven a si mismas.
Para bien del cielo protector, hace tiempo que el bardo se levantó de sus cenizas y está en la gloria de los inmortales.
En aquel café de París, un diciembre inclemente, Oscar se adormece recordando que la belleza subsiste siempre en el recuerdo y, una vez erizada, taladra la piel gozosa.