El nombre y alguna de sus actuales funciones tienen un origen noble. En los tribunales del Imperio Romano había una verja llamada cancela que separaba a los funcionarios judiciales de los ciudadanos convocados para audiencia. La custodia de esa verja se encomendaba a un cancellarius o ujier.
El nombre pervivió, aunque el cancellarius pasó a ser un alto funcionario, asignándose al ujier otras funciones. El término canciller se mantuvo en la versión española de ese vocablo latino.
En la Edad Media los cancilleres custodiaban el sello real, y como parte de esa tarea les correspondía emitir multitud de documentos, lo que determinó que se comenzara a utilizar el nombre de canciller para referirse a los ministros de Asuntos Exteriores.
En algunos países se usa la palabra canciller para designar al primer ministro. Verbigracia, Alemania y Austria.
Al día de hoy, la figura del ujier se limita al ámbito parlamentario tanto nacional como autonómico.
Quizá para hacer honor a su noble origen, los ujieres, a pesar de pertenecer a la última escala de la administración, acreditan un alto grado de preparación, y el que no ostenta titulación universitaria posee conocimientos especializados en informática, siendo habitual que el resto de los funcionarios acudan a ellos para resolver los cotidianos problemas domésticos.
El ingreso en el cuerpo exige superar los ejercicios más duros proporcionalmente de los establecidos en la Administración que sirve de soporte técnico al poder legislativo.
Son estoicos en el cumplimiento de sus funciones, y esta cualidad quizá está en el origen de aquella anécdota protagonizada por un joven diputado que, al elogiar los excelentes discursos que se oían en las Cortes, fue contestado por Francisco Silvela en los siguientes términos: “Lástima que tenga víctimas obligadas”. Al ser preguntado por las víctimas, Silvela contestó: “Los maceros (ujieres), que están obligados a oírlo todo sin pestañear”.
Siguen conservando la función que determinó su creación en la medida en que custodian la puerta de acceso a las salas en las que se celebran las sesiones parlamentarias, impidiendo la entrada y salida de los diputados desde el mismo momento en que el Presidente pronuncia las palabras “Comienza la votación”.
Actúan también como agentes notificadores, asisten a los diputados y al resto de los funcionarios e informan y encauzan al ciudadano que se acerca a la administración parlamentaria.
Pero además de esos deberes “formales”, desempeñan otro muy importante, quizá como réplica a ese papel de víctimas que les otorgaba Silvela, que más que un deber ha llegado a alcanzar la categoría de derecho. Se trata de una función desconocida para la ciudadanía pero consustancial a su condición de observadores impenitentes de la actividad parlamentaria.
Los diputados lo son porque han obtenido el beneplácito de los ciudadanos manifestado a través del voto. Los funcionarios que prestan asistencia técnica directa a los distintos órganos de la Cámara (y también el resto, obviamente) lo son porque han superado un proceso selectivo de concurrencia competitiva.
Ambos gozan de la misma legitimidad democrática. Ambos han superado las pruebas que el sistema democrático ha establecido para conseguir la excelencia, pero dentro de la institución parlamentaria unos y otros deben superar el examen de los ujieres, el examen de esos funcionarios que desde su observatorio silencioso pero exigente otorgan su calificación inexorable, con la que casi siempre aciertan.
Sus sentencias, como las del Tribunal de las Aguas de Valencia, son inapelables y crean jurisprudencia. Su diagnóstico de muy buenos, buenos, malos y pésimos, construido a partir de su experiencia y de su ojo clínico, marca internamente la carrera de los afectados y tiene mal tratamiento al admitir poco margen de mejora.