En los días andados en Budapest a finales de agosto, hicimos parada y fonda en el hotel Hungaria, el aposento habitacional, encrucijada de caminos, más amplio de Hungría. El hall, permanentemente, se hallaba a rebosar de turistas turcos, alemanes, búlgaros, macedonios, rumanos, serbios, albanos, rusos, españoles y austriacos.
La ciudad enaltecida con las aguas del Danubio, realzada con amplias avenidas, jardines deslumbrantes e inmensos palacios elevados en los tiempos alucinantes de la emperatriz María Teresa y la llegada años más tarde del imperio austrohúngaro de la mano habilidosa de Francisco José I, paladín de un metro en el subsuelo tirado de caballos, una Ópera chica copia exacta de la de Viena y edificios grandilocuentes, es una urbe cuyos viejos tranvías siguen envolviendo con un ruido perenne al turista misógino que es siempre uno en una metrópoli que acaba de conocer.
A partir de la ventana del inmenso hotel se contempla en su decadente esplendor la chocante estación ferroviaria de Keleti, de estilo ecléctico, construida a finales del siglo XIX, siendo, con asombro, una arquitectura un poco ramplona, y aún así llamativa, que tomó ramalazos de toda la historia del diseño.
El edificio fue una de las estaciones de trenes más recientes de Europa en aquella época modernista. Los arquitectos merecen ser recordados: Gyula Rochlitz y János Feketeházy. A la par, las estatuas de James Watt y George Stephenson en la fachada principal de este cruce de rieles. La estación, levantada al final de la Avenida Rákóczi, ha sido afeada a causa de un elevado que impide ver su solemne fachada.
¡Ay, los trenes! Vagones que han ido dejando siempre una historia incontable de ilusiones, tragedias, horas amargas y muerte desgarrada como esos caminos de hierro que llevaron a miles de seres humanos al más aterrador holocausto que recuerdan estas tierras europeas inmoladas en la II Guerra Mundial.
Actualmente nosotros, vagabundos sin destino preciso que vamos haciendo, como el poeta, camino al andar en torbellinos de anhelos, seguimos prefiriendo recordar la lejanía desmenuzada aunque nos confunda, de la misma forma que las olas bravas lo hacían con ese marinerito de arenisca seca perpetuados en Rafael Alberti:
“El tren de la una…, / el tren de las dos… / El que va para las playas / se lleva mi corazón”.
En esta hora de fin de semana en la que escribimos, he podido ser testigo impotente, en la estación Keleti de Budapest, de la presencia de los exilados de la guerra en Siria que han salido arrastrando lo mínimo – es decir: nada, solamente lo puesto y algunos ahorros – con hijos sobre los hombros o en brazos, y han cruzado a pie, en carretas, buques, furgones ferroviarios a la zona turca y de ahí a Grecia y su mar Egeo en un peregrinaje macerado, y que en noches con sus días de olvido, miedo y pavor, subieron a Macedonia, Serbia y están varados, los que no han podido tomar, hasta los momentos, por orden del gobierno húngaro saturado ante la avalancha de tantos cientos de seres humanos desolados, el último tren hacia a Viena, y de aquí al sueño anhelado: Alemania.
Todos ellos buscan la salvación y únicamente hallan la ineficacia de Europa. Verdad es que para esta avalancha las naciones del Mercado Común no estaban preparadas, aun a sabiendas de que ellas, con el apoyo de Washington, hicieron una política en Siria, Afganistán, Irak, Eritrea y Sudán del Sur, ante brutal avance del llamado Estado Islámico, poco coherente y nada eficaz. Estamos por tanto ante una crisis espeluznante de refugiados que desborda al viejo continente.
Los cálculos en estos primeros días de septiembre aún no son cabales. No obstante, unas 198.000 personas han atravesado fronteras con el ansia de alcanzar una tierra fértil donde puedan vivir en paz. Es el triple que en 2014.
Los que no mueren – y son docenas los tragados por un Mediterráneo al que llaman “el mar de las civilizaciones” - se encuentran con vallas de peliagudos alambres, como Hungría, o con quienes resuelven aceptar refugiados, pero solo si son cristianos, ya que no aceptan musulmanes, como la pequeña Eslovaquia.
Los expatriados son igual a ruiseñores, agonizan por la misma razón que cantan. Entre el ave y el desterrado hay un río de silencios, llagas y puñados de amapolas mustias.
Refieren los juglares que tal sonido es el tintinear del alma cuando sobre una tambaleante barca o camino polvoriento unos ojos recubiertos de sal escudriñan el horizonte buscando en lontananza la tierra deseada, y solamente hallan las fauces del mar o a las barreras de púas, y aún así, siguen adelante hasta el infinito, al encuentro del pan de trigo, miel, leche, aceitunas, aceite virgen y una almohada donde apoyar sin turbación la cabeza.