Vivo, o algo parecido, hace tres años de manera permanente en Valencia, capital que abandoné en los esténtores del franquismo a causa de una huelga sin éxito en los altos hornos de Sagunto.
Tras ese tiempo de expatriación residimos en Caracas. Ahora, desilusionados del chavismo, nos encontramos con Compromís unido a Podemos.
En los dos meses o poco más que lleva ese partido regional mandando igual a una dinamo en la Generalitat sin ser mayoría, bajo Mónica Oltra, vicepresidenta que desde el primer día se colocó sobre los hombros de Ximo Puig, y conduce de la mano al corregidor de la ciudad, lo único que se concibió fue capitanear un ventaneo gay, suprimir la bandera de España y su música en la “Fiesta de las flores” y, el fin de semana, prohibir al cantante norteamericano Matisyahu, de religiosidad judía, participar en el festival musical Rototom en Benicássim, al negarse a firmar una declaración contra Israel a raíz de su política hacia Palestina.
Sería suficiente señalar, ante la irracionalidad de esa totalitaria decisión, que nuestra Constitución impide que nadie pueda ser segregado debido a su “nacimiento, raza, sexo o religión”.
Esto Compromís lo despreció de forma intolerante y zafia. El conglomerado asumió el poder valenciano sin poseer mayoría. Lo forjaron con enredos políticos que, aún siendo válidos, son un golpe sucio al voto mayoritario, pero estas líneas no van hacia las jugarretas que realizarán en los próximos meses los mandamases de Compromís, sino a la discriminación penosa contra una persona de religión semítica no nacida en Israel.
El pasado domingo día 16 regresé de un viaje a Praga. Visité lentamente el gueto judío, sus sinagogas, cementerios y el dolor de los mosaicos praguenses. A la par leí la leyenda El Golem y otras ficciones entre la Ciudad Vieja y el Puente Carlos.
Reviví, en la urbe del rabino Loew y Franz Kafka, el padecimiento de miles de mancillados judíos.
Umberto Eco publicó hace tiempo un artículo titulado “¡Mata al judío!”. Allí increpaba unas octavillas repartidas en una universidad italiana, en las que junto a la leyenda de “Caníbales, beduinos, rabinos, fuera de Italia”, se representaba zafiamente a quienes los autores de los panfletos consideran como los principales enemigos de ese país: el judaísmo.
El autor de “El cementerio de Praga” mencionaba párrafos de los “Protocolos de los sabios ancianos de Sión”, papeles que han servido como argumento para llevar a las cámaras de gas a seis millones de judíos, y recordaba ese folleto escrito por un enloquecido tunante de nombre Julius Evola, al que ahora, en estos últimos años, propone como pensador de rango la nueva ultraizquierda europea.
En el volumen “América”, Norman Mailer, con claridad meridiana se había dado cuenta ya de que la Europa del humanismo, nacida en los cafés de Viena, iba perdiendo la memoria de sus crueles tragedias recientes.
Una tarde, mirando el mar Mediterráneo que yo observo en la playa de Malvarrosa, Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz y errante de su propio pasado, exclamaba empujando la conjunción de cada palabra:
“Yo formo parte de una raza – la judía – que es el pueblo de la memoria. He vivido un período que me exige fidelidad a la memoria. Tenemos derecho a tener recuerdos, a ser fieles a ellos, porque no hay libros ni nada si no los evocan. Si no, los recuerdos desaparecen.”
Sabía bien que comenzaba a ser el último de los guardianes del recuerdo más atroz del pasado siglo.
Quizás los doce o trece sabios e ilustradas mujeres de Compromís, desconozcan esa espeluznante consecuencia al estar malévolamente intentando lanzar de nuevo a las aguas del río Moldava a todo judío que ose pisar la Comunidad Valenciana.