La existencia es un correr interminable de recuerdos pegados sobre la piel húmeda tras las dilatadas sensaciones vividas. Unas buenas, otras menos, pero todas necesarias.
En “El cuarteto de Alejandría”, Lawrence Durrel, el poeta del cuarzo negro y topacio azul, lo diría de otra manera, posiblemente más queda, pero en esa ciudad de atardeceres suaves y embetunadas noches, en cualquier taberna en un cruce de callecitas olientes a té, mirra y sándalo, sus versos sabrían a viento y salitre, a desasosiego o dudas en la espesura del alma.
Con la sapiencia y el cansancio de quien sabe mirar sin ver tras los visillos de la ventana, lo expresó Konstantinos Kavafis, a partir su exilio interior:
“Nuevos sitios no has de encontrar, ni encontrarás nuevos mares. La ciudad siempre te acompañará. Por las mismas calles errarás, en los mismos barrios envejecerás y en las mismas casas habrás de encanecer. Siempre llegarás a la misma ciudad. En otro lugar no pongas tus esperanzas: no hay barco para ti, no hay camino...”
¡Si lo sabrá uno! La barcaza de la subsistencia se varó y, cuando volvemos al hogar a la caída de la tarde, lo hacemos serpenteando senderos de luciérnagas, vientos alicortos, mientras nos vamos dando cuenta que envejecemos de una forma paralela con los edificios y ese anciano de barba bermeja sentado en la esquina del abasto de los portugueses, mudo reflejo del inequívoco destrozo del tiempo que nos asola y hace de nuestras carnes, un día lejano olorosas y frescas, manojo de arrugas adoloridas.
Todo un correr hacia un horizonte sin ventanas, mientras vamos colocando en el camino ofrendas a dioses invisibles: nuestras ilusiones rotas.
En “Cartas a un amigo alemán”, Albert Camus intentó entender las amargas circunstancias que lo rodeaban:
“Yo he elegido la justicia para permanecer fiel a la tierra. Sigo creyendo que el mundo no tiene un sentido superior, pero sé que si algo lo posee es el hombre, por ser el único que exige tener uno”.
La rampa de la existencia es dura para que un hombre solo pueda subirla. Precisa ayuda. Existen seres que sin apoyo de nadie han hecho faenas grandiosas. Nosotros necesitamos apoyarnos en algo sólido: la experiencia y afecto de los demás.
Vivir es dar y compartir. Antes de comenzar estas líneas, leyendo unos pensamientos reflexivos de Josemaría Escrivá de Balaguer, encontré esta máxima:
“El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada”.
¡Justa verdad!