Páginas desgarradas

Era el impávido sufrimiento que tintinea el espíritu ante los crueles actos consumados al dictado de un credo monoteísta, como si Dios, Alá o Jehová, no estuvieran ya enervados de la raza humana que todo lo justifica  basándose en dogmas hace tiempo  pútridos.

No era el lugar más apropiado para leer aquellas cuartillas  al perfil de un mar añil bajo un cielo de transparencia traslúcida. Muchas semanas antes de escribir las apabullantes líneas, Nueva York había perdido su virginidad de ciudad/fortaleza.

 Oriana Fallaci había sido hasta su fallecimiento  la conciencia penetrante de Italia, su amada patria que tan mal la trató, necesitando estar siempre  lejos de ella si deseaba aliviar - sin conseguirlo nunca -  las heridas  surgidas del desprecio y los escupitajos podridos en los diarios fascistas que abundan como pulpos  en todas las ciudades del viejo continente.  

Apoyada en el templete del pequeño apartamento de Manhattan, teniendo de telón de fondo las desgarradas Torres Gemelas, añoraba, a manera de Ulises, los campos de su lejana infancia donde aún mora la fe que la destruyó, y  los versos de Petrarca, soporte de su espíritu amoroso.

Gravemente enferma, la Parca, habiendo dejado por unos instantes a Dante y Virgilio, le colocaba compresas sobre la piel consumida. Era la muerte cortando ramas de laurel  con la avidez de las querencias floridas en los  farallones de Grecia.  Antes ella lo había escrito inundada de exaltación:

 “Detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias. Está el Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza”.

Vivió en Nueva York sus últimos años   y por propia voluntad renunció a ese sentimiento - transparente unas veces, tordo y resquebrajado otras -  llamado Europa.

 Contradictoria en sus puntos políticos, fiel a sus creencias paganas, en esa novela o realidad total llamada “Inshallah”,  la Fallaci  se enfrentó a entuertos, derribó molinos de viento y  peleó hasta jadear con sus propios espectros.

Se enamoraba, como una madre dentro de las fauces de una acción bélica,  de los jóvenes combatientes de cada una de todas las guerras. Al día de hoy con más desgarramiento.  Los llamaba “mis muchachos”, acusando a la civilización de llevarlos a morir bajo los muros de Troya.

 En cada muchacho desangrado en la actualidad dentro de Libia, Afganistán, Irak, Siria, Yemen, el Sinaí  o en las selvas húmedas de África subsahariana, vería nuevamente a un Aquiles o un  Néstor.

 Si esta  mujer heroica hasta el tuétano  abriera ahora  los sentidos en su sarcófago, el pavor mismo se los cerraría  ante tanta brutalidad en las filas del Estado Islámico, ella,  que con precisión mitológica predijo, antes que nadie, la  llegada maléfica y perversa,  en nombre de un falso Alá, de esa marabunta que nadie quiso ver  y menos leer sus  acongojados  gritos salidos de sus quejumbrosos palabras.

Se viven tiempos de recóndito oscurantismo medieval y se anuncia, al sonido de las trompetas de Jericó,  el principio de una caterva de dolor inconmensurable.

 

 



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