Lo pronunció quedo, y aún así, los presentes en la fila del Terminal aduanero del aeropuerto - un pasadizo azulino al encuentro de los sueños, lo escuchamos nítidamente:
“Mejor no me llame expatriada, señor, llámeme olvido”.
El policía, recto, todo él pavonado de la indiferencia de su monótono trabajo, le había dicho a la muchacha de pelo afro, franela color granate con hojas de palmeras impresas, recién llegada a Barajas en un vuelo procedente de Caracas, después de revisar sus papeles:
- Le falta el certificado de trabajo y una constancia avalada de residencia. En estos momentos no podrá usted ingresar. Debe retornar a su país y volver con los documentos en orden.
En ese relámpago la joven, dándose vuelta hacia un cuarto en espera del lacerante regreso a su barriada de Catia, profirió la frase quejumbrosa:
“Señor, no me llame usted expatriada, llámeme olvido”
Tardé en saberlo – uno suele escribir de evocaciones entrecortadas – pero la frase contenía un dejillo a tango arrabalero disgregado de la voz de Julio Sosa.
De abandonos conocemos inconmensurable historias, y de rotas esperanzas más, al poseer en un costado del cuerpo heridas recubiertas de yodo para impedir su resquebrajamiento.
Uno es emigrante y sabe bien de ese flagelo.
Las naciones de la Comunidad Europea están cerrando sus fronteras a los desesperados del planeta a cal y canto, al no ponerse de acuerdo en el número de proscritos que pueden recibir, Los miles de inmigrantes que salen de Libia hacia Italia tras recorrer cientos de kilómetros en situaciones terribles – y un mar Mediterráneo malévolo- , cuando entran a la feudo de Dante – lo escribió en “La divina Comedia” con palabras endurecidas ya que habla del mismo infierno: “Los que lleguéis aquí perder toda esperanza”- siente que esa es la verdad palpable y atormentada de los exilados sin amparo.
Cada día es más difícil sin papales cruzar una frontera, ir a otra heredad, tener un sueño.
Los seres llegados a las estaciones, puertos y aeropuertos en busca de un poco de ilusión, se les somete a exhaustivos interrogatorios, y al no existir en la UE una política clara sobre admisión de extranjeros, el personal de seguridad se deja llevar de los prejuicios y las sospechas, consumándose desmedidas arbitrariedades.
A mediados del pasado siglo, algunas naciones del continente de la otra orilla, concretamente España, Italia y Portugal – en Venezuela eran tiempos del general Marcos Pérez Jiménez y el boom de la construcción elevado -, enviaron a miles de personas a los países latinoamericanos y así paliar la grave crisis económica existente en esas latitudes del adelanto cristiana.
Si alguien cubrió las necesidades del hambre de otros, ha sido esta tierra, y con el dinero expedido, se ayudó a la reconstrucción de aquellos pueblos de la posguerra. Hoy el olvido se agiganta y hace profunda mella.
Viene en este instante, casi rozando las propias sensaciones de uno - emigrante de ausencia y gemido -, un poema de Manuel Vázquez Montalbán, cuyo fondo sin contornos es la soledad, la gran compañera del que cruza las fronteras por precaria necesidad, sintiendo la membrana de la duda en las púas perforadas sobre la piel:
“... él llegó en un barco de nombre extranjero, le encontré en el puerto / al anochecer / y al anochecer volvían / ellos, algo ofendidos, humillados / sobre todo, nada propensos a caricias / por otra parte ni insinuadas”.
La existencia de esos seres paupérrimos es un drama convertido en desventura despiadada, y así, en cada una de esas puestas en escena, la emigración sigue siendo el libreto más difícil de asimilar, al tener sus páginas sabor a nitro envuelto en saliva, pan rancio y noches indefinidas, esperando un mañana siempre incierto.
Lo dicho con pesadumbre: Al haber sido uno emigrante durante años, le es imposible cerrar ojos y oídos a tanta dolencia desparramada en las fronteras convertidas en murallones y mallas de púas insensibles.