Entre el “Ser y el Tiempo” de Martín Heidegger, llamado el “nazi” a cuenta de los servicios prestados al nacionalsocialismo teutón, los dioses y la luz, perecen; solamente algunos iniciados en la divinidad de las piedras pueden escoger entre retazos de fe o desprendidos augurios.
No todos los seres inteligentes, y entre ellos los más insondables, saben escoger lo razonable de la existencia a la hora de tomar una perspectiva política. Algunos, bastantes, se equivocan y se inclinan hacia el totalitarismo.
De pasada – sin intentar profundizar ese tema en estas las líneas -, si alguien necesita hallar un raciocinio puede leer, cuando de intelectuales y política se trata, a Mark Lilla, o en todo caso, el trabajo de Paul Johnson matizando el papel en la sociedad de grandes eruditos al momento de examinarlos bajo la lupa del orden púdico.
Uno puede ser ilustrado en temas determinantes y patán en su vida cotidiana. Casos hay a puñados. Ahora bien, repetimos, las letras de hoy no tratan de eso, aunque ganas no faltan al ver el despilfarro moral de tantos intelectuales.
Con seguridad no seremos de este mundo ni del otro, hay negruras heladas y suspiros conventuales, y ante una cara rasgada o una divinidad arropada de dudas convertida en misterio, nos quedamos con el luchador desnudo frente al acantilado y el amor compartido. Y en esa diatriba estábamos cuando recibimos en “Los Viveros”, Valencia – zona donde ahora coexistimos a saltos de florestas- una postal de colorines.
Es una vista de la Punta de Masullo. La tarjeta llega de la Isla de Capri y la envía un grupo de amigos de “La Piazzetta”, bajo la calma de la cúpula de san Esteban.
Cuando estamos en la “isola”, nos reunimos en los quitasoles del bar Tiberio a dialogar, mientras se paladea una copa de “liquore di limón”.
El viajero va contemplado a vista de gaviota sobre la barcaza venida de Nápoles, a los compañeros que en cada viaje acuden a nuestro encuentro en el malecón de Marina Grande.
En esa roca calcárea, el turista andariego va al encuentro de sus viejos promontorios taladrados en palabras, baladas de sol, y luna, relatos de ternura y pasión, de Pablo Neruda, Lord Byron, Máximo Gorki, Curzio Malaparte y Axel Munthe entre otros trashumantes de la palabra.
Siempre, la primera tertulia se centra en la lejana Venezuela que hemos dejado poco más o menos obligatoriamente. Algunos tienen parientes en la tierra caribeña. Preguntan si Nicolás Maduro, el hijo parapeto de Hugo Chávez, es comunista o una especie de párvulo chispeado. La interpelación se suele hacer en las primeras horas del alba o a la caída de la tarde entre las rinconeras de “La Plazoleta”.
La respuesta dificulta otra más disímil: el corpulento montaraz caraqueño posee un pajarito, viva reencarnación de Chávez, que le habla y le da consejos.
Tras esa pasmosa quimera, difícil hallar otra refutación tratándose del presidente Nicolás.
Lo dicen los paleontólogos que de los dinosaurios saben mucho: el hombre retoza como un primate, brama en desperdigadas chácharas, consume, mañana y tarde, cambures a granel: ¿será el protozoario de la caverna salido de los primeros evos biológicos de la mutación humana?
No hay consenso entre los tertuliano. El mesero coloca sobre la mesa otra botella de limoncillo de Capri.
Uno, turista de afanes, pide un sabroso “grappa con limón”.
La tarde distante y cansina va buscando, a lo lejos, las relumbras y las sombras de Nápoles. Es la hora hierática cuando se espera la barcaza con las sentencias refrendadas con trazos de “La Camorra”.
¿Hablamos de fútbol o de política? No, cantaremos “O Sole Mio” al compás de la voz de Luciano Pavarotti.