Durante lo que va de año –si uniéramos las décadas que se fueron, se aparejarían en desprecio e indiferencia a éste 2015- el número de forjadores de sueños en busca de una frontera agazapados en barcos roídos y destripados en condiciones paupérrimas, desde las costas mediterráneas de Libia y hasta el mar de Andamán en la antigua Birmania, hoy Myanmar, segaríamos viendo con indiferencia el imperecedero drama infrahumano que parece no tener fin.
Lo sabemos bien y miramos hacia otra parte: No hay lugar para los desheredados de la tierra. Muchas conciencias hervidas de racismo lo rumian en diversos cenáculos políticos de Europa: “Si Hitler hubiera ganado la guerra, esa caterva de desgarbados no existirían y la civilización transitaría hacia su espléndido fulgor.”.
Una de las razones asimiladas cuando se lee con frecuencia Historia es que el mundo de los hombres descansa invariablemente sobre la ley del más fuerte; el peso de las naciones solamente se evalúa en potencia militar y en términos de ganancias comerciales. Los pueblos no tienen presumiblemente amigos, sino intereses. Con ese decálogo se mueven desde el alba de los tiempos.
Es bien trillado: no hay nada nuevo bajo el sol. Nunca lo hubo. El fuerte irremediablemente se ha impuesto sobre el débil. Y si un dios no lo remedia, o una catástrofe nuclear no ayuda a nivelarnos a todos dentro de un hongo vaporoso de muerte azulina, seguirá sempiternamente ese cruel santo y seña.
Somos mala levadura, nuestro estremecimiento están mal cocido, le faltan los condimentos del afecto, el humanismo y la comprensión. Sin ellos, la filantropía hacia los desposeídos de todo afecto sería polvo al viento.
África ha sido siempre, en manos de las potencias europeas, una inmensa porción de tierra “fuera del juego”. Hata 1994 apenas representaba nada más que el 1 por ciento de las exportaciones mundiales: con esa medida no se la tomaba en cuenta en el concierto de las naciones occidentales. En un mundo evaluado en términos de mercado, el continente de la negritud tiene muy poco peso, aunque eso parece estar cambiando; lentamente sin duda, pero lo hace.
Las ampulosas potencias del llamado “primer mundo” cuentan con una política africana, aunque centrada primordialmente en el orden productivo o estratégico.
Esos términos en uso llamados Derechos Humanos, solidaridad, ayuda al “tercer mundo”, no es algo preocupante en demasía, de lo contrario no contemplaríamos los amargos y quejumbrosos espectáculos de hambre, malaventura y muerte violenta que suceden, como una cadena vejatoria en muchos puntos de ese conglomerado migratorio que cada día los medios de comunicación nos introducen en los ojos como necesarias noticias que llenan espacios.
Las pateras, chalupas, bajelazos destartalados atiborrados de huecos, botes de goma y hasta llantas de camiones, suelen ser el resbaladizo transporte en el que los inmigrantes tratan de cruzar todo el inmenso piélago de agua, ya sea el Mediterráneo o Andamán, las costas del Océano Atlántico o el Estrecho de Malaca. La meta es una y en ello se les va la misma vida: buscar un rincón en el que pueda vivir dignamente su familia.
La emigración crea una especie de ruptura dolorosa y muy difícil de explicar, es como un ahogo interior que los años no ayudan a amainar, y que nos va alejando inexorablemente de la esencia materna, del recodo donde hemos pasado la niñez y en cierta forma nos moldeó como mascarón de proa, preparándonos para surcar el mar de la esperanza.
En estas circunstancias, aunque fuera solamente para intentar no desgarrarse uno interiormente, debería hacer resonar los poemas mulatos de Nicolás Guillén envueltos en “Sóngoro Cosongo”.
“Vine en un barco negrero. / Me trajeron. / Caña y látigo el ingenio. / Sol de hierro. / Sudor como caramelo. / Pie en el cepo.”
Algún lector o lectora que haya leído alguna vez mis crónicas escritas al vaivén de los acontecimientos de la vida, dirá que soy consecuente con el tema de los expatriados. Hay en ello una causa imperecedera que cruza los afluentes de los ríos de sangre en mis venas:
Durante 40 años fui inmigrante, conocí el espectro de cada uno de sus estremecimientos, probé las largas soledades y el papable aguijón de no pertenecer a la tierra donde inclinaba mi cabeza y reposaba el espíritu.