Camino de laurel y anís

 

Escribo estas pequeñas crónicas con el deseo de que el perpetuo olvido no se haga polvo en el trastero del alma.

 

Nunca he puesto la planta de mis pies  en la tierra continental de  Grecia; sí visité  durante un corto tiempo – horas -  una o dos pequeñas islas. En esto puedo decir que  me asemejo en algo a Constantino  Kavafis, el mayor poeta neogriego, que nació, vivió y murió en la Alejandría de Egipto y solamente una vez, ya al borde de la muerte, pudo visitar la Ítaca de sus sueños  y sentir en su rostro macerado de sinsabores  las palabras venidas de  Homero y Ulises.

 

Hace añales, en un viaje a Chipre, vislumbré, de lejos, las costas de Creta. Era un día claro, azulino, y  la mirada transparente  casi podía  rozar las montañas lúcidas que se contemplaban a lo lejos, sobre  la raya del horizonte. En aquel navío pude observar algo cierto: según cambia la luminosidad, las montañas se acercan o se alejan. Algunas veces con un tono  gris traslúcido y otras atestadas de variados colores   verdes. 

 

En esos días con calma en las estribaciones del alma, además del perpetuo e inconmensurable  Kavafis,  leía poemas de otros autores  griegos del siglo pasado, entre ellos los igualmente admirados  Seferis, Elitis y Kazantzakis.

 

Uno penetró en Grecia a través la Historia. Recorrí de la mano de Alejandro Magno su destino más allá de su cenit, hasta la última conquista en el mar de Omán.

 

Esas costas helénicas  colmadas de pueblecitos blancos vieron la llegada de las tribus dorias, sarracenas y eslavas penetrar a través de Epiro hasta cubrir con sus sombras el Peloponeso, al ser Grecia un perenne movimiento de pueblos, invasiones, emigraciones, antigüedad, poesía y ramos de albahaca en cada entrada de cualquier vivienda como símbolo de hospitalidad. Lo dice los vientos tramontanos: La heredad de Pericles sabe a sándalo, laurel, comino, hinojo y anís

 

Uno suele con el tiempo olvidar los surcos y enredaderas del alma que conoce. Con Grecia ha sido distinto.  Penetré en ella entre  los vericuetos de  su mitología, caminando sobre las huellas de aquellos dioses tan humanos, cuya mirada ha estado siempre plena  de aguas saladas y  brisas de mitos. Detrás de Zeus, tomados de la mano, vinieron la dulce Afrodita, el duro Apolo y el sensitivo Dionisos. Más atrás, en un comitiva sin fin, los poetas/dioses: Yorgos Seferis, Constantino P. Kavafis, Odiseo Elytis y Kostis Palamas, cuyos madrigales populares han llenado muchos momentos de nuestra azarosa existencia. Entre muchas cancioncillas  creo recordar una...

 

“Mal me ha tratado este año el invierno, /  que me halló sin fuego / y me encontró sin juventud.”

 

Si ahora cerrara los párpados  al crepúsculo del Mediterráneo levantino que me viene cobijando hace dos años tras abandonar las playas del Caribe recubiertas de tantas sensaciones ya irrecuperables, las  evocaciones de los promontorios  helenos me  llenarían de añil, casas encaladas e iglesias rodeadas de una inmensidad azul, incluso las puertas y las ventanas enmarcadas en una gama de fulgores de ternura traslúcida se perpetúan dentro de los sentimientos.  

 

Y en  todas partes aires a menta. Tomando una  tisana de hierbabuena  uno siente la innegable virtud afrodisíaca que  posee.

 

Y es que nada en la distante  Grecia – abandonada en estos instantes por sus dioses paganos -  se puede entender sin  ellos.


Vendrán otros tiempos – eso es irreversible -  y las rutas del  mar Egeo y los soplos marinos de la península del Peloponeso, retornarán a situar  el predio del conocimiento más universal del ser humano en el epicentro de lo inconmensurable justo: Atenas, Esparta y Corinto.  



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