Quizás uno sea de las personas simplonas dedicadas a escribir cartas a mano, a hacer de la epístola un puente caduco e inservible entre los afectos y esa máquina que se mueve y hace suaves ecos: el corazón.
Se ha ido dejando de trazar esquelas a cuenta de la incesante prisa que nos agobia. Los móviles y demás artilugios modernos, necesarios en la sociedad actual y cuyo valor comunicacional es innegable, lapidaron el encanto de un pedazo de papel.
No volverán los tiempos de la Sevigné, un Pascal, lord Chesterfield, lady Montagne, Simón Bolívar, Marcel Proust o Amiel, imprescindibles si se desea conocer la época que les tocó vivir.
La nuestra, imbuida en adelantos pasmosos, no es mala ni buena: peca de individualismo, sí, y en esta confusión acelerada, impersonal, aunque uno se comunique por e-mail, solo los enamorados – gracias al cielo bienhechor - aún saben decir tú sin falsas apariencias.
Algunas veces – muy lejanas - llega una carta escrita a mano. La que ahora comento posee rasgos de firmeza y es un texto venido de un asilo de ancianos arrinconado en una pequeña ciudad de las estribaciones de la Sierra de Cazorla, en la España antaño profunda y en la actualidad envuelta en una campiña de ensueño.
Habla en sus párrafos enviados a un hijo con la sapiencia de los años acumulados, y comenta que la edad trae una etapa de la vida que no siempre es fácil de llevar.
Uno se ilumina al recordar la sabiduría popular cuando dictamina: “La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de la vida, todos los placeres de la juventud”. Tampoco es así.
La verdad es que no se deberían derramar lágrimas nuevas sobre penas antiguas. La Naturaleza es sabia y certera: a nadie da juventud eternamente, ni a los mismos dioses del Olimpo. Cada etapa de la existencia, si sabemos beberla hasta la última gota, nos deja en las estribaciones de las venas la sensación de haberla apurado con saludable aliento.
Hay dos párrafos en esa jaculatoria que confinan la esencia del mundo actual. Uno dice:
“Cuando me veas, hijo, inútil frente a las tecnologías que ya no puedo entender, te suplico me des todo el tiempo que sea necesario para no lastimarme con tu sonrisa burlona. Acuérdate que yo fui quien te enseñó tantas cosas. Comer, vestirte y tu educación para enfrentar la vida tan bien como lo haces, son producto de mi esfuerzo y perseverancia por ti”.
El otro ruego añade:
“En el momento de fallarme mis piernas cansadas para andar, dame tu mano tierna para apoyarme como lo hice yo cuando comenzaste a caminar con tus débiles pasos. De la misma manera como te he acompañado en tu sendero, te ruego me acompañes a terminar el mío”.
El poeta italiano Cesare Pavese, al que tanto admiró y ensalzó con justicia literaria Italo Calvino, lanzó un dardo a la conciencia de cada uno de nosotros, endebles seres humanos:
“Peor que envejecer, es seguir siendo niño”. ¿Sería esa expresión de Pavese una de las razones de haberse quitado la vida con somníferos y veneno en un albergue de Turín, en plena madurez literaria, a sus 42 años?
La vida lo es todo, y beberla hasta la última gota arrebujada a nuestros recuerdos – la mayoría de ellos agradables - nos ayuda a ser más complacientes con la llamada de la Parca.
Leer, como si se tratara de un breviario, “La divina Comedia” del florentino Dante Alighieri, es alimentarnos de toda la tradición grecorromana y afrontar con luminosidad nuestra trascendencia humana.