Afloran igual a gaviotas laceradas sobre las olas de un mar Mediterráneo escaldado de salitre color sangre, ecos de muerte y, sin más ilusión que acariciar una costa.
Fantasean en sus desvaríos con arenales deslumbrantes, litorales verdes, ríos de agua limpia sin veneno de contaminación; pan de trigo, leche tibia, en medio de noches claras, diáfanas y serenas, pero lo más que la consigue la mayoría - puñados entrujados de hombres , mujeres y niños color azabache limado de hambre - es a sentir la muerte revestida de espuma frenética tragándolos en el fondo de las aguas embravecidas, las tan galanteada en los versos de Constantino Kavafis, el poeta alejandrino de Lawrence Durrel en su “Cuarteto”.
Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
Y mi corazón – como un cadáver – sepultado”.
Sus éxodos es perder la vida cerca de una costa bajo una luna rellena de afanes, en un latifundio que malamente ofrece polvo y aluviones huraños fogosos.
Europa – la arcaica madre - se encuentra despavorida. Cientos, miles de famélicos emigrantes africanos son un cuadro real de una tragedia de espanto que no cesa.
En un poblado de nombre Nuadibú – ni un árbol, ni una sombra en docenas de kilómetros a la redonda, solamente sol perpetuo y abrasador-, sus habitantes jóvenes, mientras esperan un cupo para subir a una lancha canija, intentan ganarse la vida excavando las tumbas en las que serán enterrados sus compañeros náufragos en la peligrosísima aventura cada semana.
Cobran tres euros al día bajo un ardor infernal, intentado no pensar que esa zanja tal vez un día no lejano pueda contener sus propios cuerpos amortajados.
En Mali, país tierra infraestructuras, industria ni trabajo, solo miseria, el único camino es salir al océano al encuentro de otros horizontes. Los que se quedan, solamente cosechan mijo todo el año, y cuando vienen como la marabunta las plagas de langostas, ni eso.
En cada pueblo de Libia y más al sur, se elige a un joven. Todos venden lo que pueden y ayudar al afortunado que preferirá morir en el mar, un barranco inhóspito o a manos de contrabandistas, antes que retornar derrotado al poblado.
Se comprende ahora el pavoroso libro del húngaro Imre Kertész- Premio Nobel de Literatura - culpable siempre de haber sobrevivido a los horrores de los campos de concentración, el stalinismo y, en su heredad natal, el kadarismo.
Europa debería saber hasta el tuétano lo que significa dejar los campos amado o cada uno de los anhelos sembrados.
Los pájaros agonizan a causa de su trinar. Entre el ave y el inmigrante hay un riachuelo de mutismo, frases laceradas, frenesís excelsos y amapolas mustias.
Es el tintineo del alma cuando sobre una tambaleante patera unos ojos recubiertos de nitro escudriñan la lejanía buscando la playa deseada, y solamente hallan - la mayoría de las veces - las imperecederas fauces del Mediterráneo.
Y es una chacota: llaman – a ese lago grande - el mar de las civilizaciones.