Estos días se habla del colombiano universal Gabriel García Márquez – Gabo en los pueblos de las ciénagas-, autor de una obra de fuerza telúrica: el universo de las costas del Caribe, el orbe prodigiosamente cimentado en la cúspide de una fantasía prodigiosa.
Hace un año caminó al encuentro de las mariposas ambarinas, a sentir el olor de la guayaba y picotear palabras con sus tristes mujeres de la noche desaguando una botella de ron.
Todo él se fundó en las ciénagas de Cartagena de Indias, mientras su piel, bajo el brillo de las luciérnagas, regresaba a la cháchara de Macondo a dar forma asombrosa a las ficciones de Aureliano Buendía o los regaños de Úrsula.
Es bien sabido que Gabo tuvo un “don” hierático. El aliento recóndito que le hablaba al oído entre gallos eunucos de media noche.
Cierto mediodía en una pulpería de Barranquilla, se acaloró con su propio alter ego y decidió que su luciferina imaginación recubierta de ficciones y fantaseadas irrealidades, la compartiría con el “don”, su amanuense perpetuo.
En Bahía de Todos los Santos, la brasileña ciudad atlántica de la negritud, tierra en la que germinó el realismo mágico, el sumo sacerdote de esa religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo entre hojarascas de plátano y palomillas amorosas, Jorge Amado, con el pelo blanco de un babalao afrodescendiente, explicaba entre taza de café boca abajo, hebras de tabaco bañadas en aguardiente, que si un escritor nacía sin el “don”, poco o nada valdría esforzarse.
A causa de ese hálito apabullante Gabo destrabó su pasmosa entelequia y de un plumazo comenzó a escribir la Biblia monumental y pagana de su obra más delirante constituida con “La hojarasca”, “El Coronel no tiene quien le escriba”, “Los funerales de Mama Grande”, “La mala hora”, “Cien años de soledad”, “El otoño del patriarca”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El general en su laberinto”, “El amor en los tiempos del cólera” y “Memoria de mis putas tristes”.
“Cien años de Soledad” es mitológico; con todo, preferimos “El amor en los tiempos del cólera”, al poseer sus personajes, si eso posible fuera, más embeleso literario que el desclavado en su natal Aracataca.
En las aguas del río Magdalena, García Márquez enalteció un amor como ningún Aureliano Buendía, con mil años que viviera, podría superar.
Uno, como lector, toca esa querencia y la mano se arropa de una humedad calenturienta: la sinrazón amorosa del perpetuo deseo efervescente.