Nuestra existencia se estructura en torno a círculos de confianza.
Círculos de confianza de familiares, de amigos y de profesionales.
Los círculos de confianza de familiares son obligados, por más que en ocasiones se rompan por cuestiones no siempre edificantes.
Los círculos de confianza de amigos, los escogemos, no nos vienen impuestos como los familiares, aunque también se rompen cuando esa confianza se ve traicionada.
Los círculos de confianza de profesionales forman parte del entramado organizativo que rige nuestras vidas. No los escogemos, pero confiamos en que el sistema arbitre los mecanismos necesarios para que el profesional que nos atiende, para que el profesional en quien depositamos nuestra confianza, conozca su oficio y reúna las condiciones técnicas, éticas y psicológicas necesarias para que la atención que nos dispense sea la mejor de las posibles y la más garantista.
Así, confiamos en el ginecólogo o en la comadrona que asisten en el parto, posteriormente en el pediatra; también lo hacemos en el conductor de autobús, en el maquinista del tren, en el capitán del barco y en el piloto del avión que nos transportan de un lugar a otro, ya sea por razones de trabajo, ya sea en nuestras vacaciones.
Tenemos una fe ciega en que quienes rigen nuestros destinos colectivos –los políticos y los legisladores- hayan puesto en marcha los medios necesarios para garantizar que aquellos en cuyas manos ponemos temporalmente nuestras vidas, desarrollen su trabajo conforme a los parámetros de seguridad y eficacia que todos esperamos de ellos.
La terrible catástrofe ocurrida en Los Alpes que costó la vida a 150 personas ha convulsionado el mundo de la aviación en Europa y ha supuesto una ruptura del círculo de confianza en los pilotos de las aeronaves.
Se habla de cambiar los protocolos, de la exigencia de que siempre haya dos personas en cabina pero, como suele ocurrir en estas ocasiones, se olvida lo elemental, se obvia que la clave de bóveda de la quiebra de ese círculo de confianza comienza con el proceso de gestión de las bajas laborales.
En efecto, cuando un trabajador acude al médico del seguro para consultarle una dolencia y el facultativo considera que debe expedirle la baja, se expiden tres partes simultáneamente: uno, que queda en poder de la Seguridad Social, y dos que se le entregan al trabajador, uno para sí mismo y otro para que el propio trabajador lo entregue en su empresa.
El sistema parte de la base de que el trabajador al que se le extiende una baja va a ir raudo y veloz a entregarla a su empresa para así quedar liberado de la obligación de asistir al trabajo.
Lo que el sistema no ha previsto es que haya trabajadores a los que se les expide un parte de baja pero quieren continuar trabajando y, para eludir el efecto suspensivo de dicho parte, no lo comunican a la empresa.
Y éste es el caso del copiloto Andreas Lubitz que al comprobar que la baja que se le extendía por un problema grave le iba a impedir seguir volando, continuó con su actividad profesional, bastándole para ello romper en mil pedazos el justificante que debía haber entregado a la empresa.
Por tanto, revisión de protocolos, sí, pero también modificación de los procedimientos de expedición y comunicación de las bajas.
En un sistema como el de la Seguridad Social actual en el que todo funciona on-line es inaudito que la comunicación del parte de baja se confíe exclusivamente al trabajador afectado y no se arbitren los mecanismos informáticos oportunos para que sea el propio facultativo el que pulsando una simple tecla haga llegar a la empresa las incidencias médicas que afecten a sus trabajadores, dejando a salvo siempre la privacidad del diagnóstico, cuando proceda.
Lo obvio suele pasar desapercibido, precisamente por obvio.