Entre la Historia y la memoria. Pregón de El Bollo en Avilés

Ante todo, mi gratitud a la corporación avilesina y a su alcaldesa por haberme concedido el privilegio de convertirme en el pregonero de mi pueblo y poder dirigirme a mis vecinos en uno de los días más señalados del calendario festivo de la villa.

Precisamente, el Bollo, nuestra fiesta de Pascua, es lo que da sentido a esta modesta proclama. El pregón señala la frontera entre lo cotidiano y lo festivo, entre lo rutinario y lo excepcional, entre una realidad gris y tediosa y la fantasía colorista encarnada en las carrozas que van a comenzar su desfile en unos minutos. A partir de este momento os anuncio que la ciudad deja a un lado su rutina diaria y la diluye en una atmósfera de emoción y alegría capaz de aparcar algunas reglas para que, por cierto tiempo, podamos convivir en una realidad suspendida, donde es posible detener el tráfico para que el carro del país recupere su lugar de antaño y todos podamos ocupar la calle para comer codo a codo con auténticos extraños, que ya no lo serán tanto al final de la jornada. Por este motivo, mis palabras son, en primer lugar, una llamada a la celebración, a la participación en las actividades festivas de este paréntesis de ilusión que cada año nos proporciona la Pascua primaveral.

No obstante, la fiesta, por su propia naturaleza participativa, interclasista y mundana, no puede ser otra cosa que una actividad colectiva, es decir, un producto genuinamente ciudadano, que compromete y reúne a sus habitantes y les proporciona un instrumento de identidad, un lugar donde reconocerse como una comunidad. Por eso creo que este pregón no sólo debe convocar a la celebración, sino también justificarla o, lo que es lo mismo, proporcionarle una interpretación histórica.

Semejante tarea podría resultar ciertamente complicada en otra ciudad, pero Avilés, gracias a las personas que se han ocupado de aclarar los acontecimientos de su pasado, pero, sobre todo, gracias al trabajo del historiador Juan Carlos de la Madrid, cuenta desde hace años con un discurso histórico coherente y documentado, que ha facilitado la comprensión de la villa y nos ha permitido la creación de un equipamiento didáctico como el Museo de Historia Urbana, que se ha convertido ya en la auténtica puerta de entrada a la ciudad.

A partir de ese discurso podemos contemplar nuestra villa como una sucesión de ciudades superpuestas que se van acumulando a lo largo del tiempo hasta la actualidad. Cada una de ellas, en mayor o menor medida, ha ido dejando su rastro en las calles, en los edificios, en las tradiciones e, incluso, en el carácter de una población, que inició su andadura histórica muy lejos en el tiempo, hace más de mil años.

En este momento, en la Alta Edad Media, cuando los reyes de España lo eran tan sólo de Asturias, Avilés tal vez existiera ya, pero no sería más que un pequeño puerto relacionado con el cada vez menos legendario castillo de Gauzón y emplazado en la orilla de un estuario que constituye la razón de su existencia. Sin la presencia de la ría no se puede entender la historia de Avilés. El historiador Juan Uría fue aún más categórico cuando escribió que “Se podría afirmar que todo, o casi todo lo que fue Avilés, se lo debió a su puerto”. En estos siglos la ría protegió a los navíos de los temibles temporales del Cantábrico y proporcionó seguridad a la población frente a los ataques normandos, convirtiendo al puerto avilesino en un fondeadero adecuado para el comercio. La conexión con Oviedo fue inmediata y la villa se convirtió en la puerta marítima de la capital, generando entre ambas un tráfico intenso de mercancías que alcanzó hasta el siglo XVIII. Con el tiempo, llegaron el alfolí de la sal, el comercio internacional y sobre todo el Fuero, cuyos privilegios convirtieron a Avilés en un lugar más atractivo para vivir.

Hemos alcanzado ya la ciudad aforada, que en el siglo XII estaría repartida entre Sabugo, el suburbio de pescadores, y la Villa, que estaría amurallada, aunque no queden restos visibles de estas defensas, con sus correspondientes iglesias parroquiales, que siguen mostrando testimonios más o menos extensos de sus orígenes medievales.

Esta ciudad aforada superó la Edad Media como la segunda población de Asturias y se repuso con energía tras el incendio de 1478, para entrar con inusitada fuerza en la modernidad. Avilés siguió incrementando el número de sus habitantes y en el siglo XVII la muralla se había convertido en un cinturón demasiado ceñido, demasiado asfixiante, por lo que la villa tomó oxígeno fuera de ella. Galiana y Rivero se convirtieron en el santo y seña de la nueva imagen ciudadana, que se caracteriza por sus calles porticadas. Además, el poder público edificó unas orgullosas casas consistoriales como estandarte y símbolo de la villa y los nobles rivalizaron en la erección de unos palacios orientados más a la competencia que a la simple habitación. Pero la ría comenzaba a mostrar sus limitaciones y los problemas de calado alertaron sobre las inconvenientes del puerto comercial avilesino.

Con el siglo XIX la ciudad porticada, que había conservado su estructura esencial durante varios siglos, se transformó en una ciudad acubanada y la huella de la emigración se hizo patente por doquier. La canalización de la ría permitió la conexión entre los dos núcleos tradicionales de la población y la villa se hizo, por fin, una. A partir de entonces, la burguesía local inició un proceso de modelado y maquillaje de la ciudad para adaptarla a sus necesidades. Apareció una academia de regusto clasicista, una iglesia con apariencia catedralicia, un camposanto que hizo realidad la ciudad de los muertos, pero, sobre todo, un teatro, impulsado por el mismo Claudio Luanco que creó la fiesta del Bollo y destinado a reflejar la auténtica esencia de la ciudad, pero no pudo ser. Sin embargo, esta ciudad acubanada encontró su mejor propagandista en Armando Palacio Valdés, el avilesino de Entralgo, que, con fascinación infantil describe nada menos que una Arcadia ateniense donde “reinaba la alegría y el decoro y el amor al arte como en la ciudad de Minerva, y además se vivía en una dulce ociosidad, que permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu”.

Tras la pasada guerra civil, las ciudades que el tiempo había ido superponiendo en la villa se revelaron ante Luis Menéndez Pidal como “un ejemplo vivo de supervivencia del pasado”, que debía ser valorado y protegido. Su compromiso con la ciudad desembocó en la declaración de conjunto histórico-artístico de Avilés en 1955, que ha garantizado desde entonces la conservación de gran parte de nuestro patrimonio monumental y ha permitido que la villa aún conserve su carácter, su identidad. Una identidad que se ha construido no sólo con las piedras, sino también con ese otro patrimonio inmaterial que constituyen nuestras tradiciones, nuestras danzas, nuestra Semana Santa o nuestra fiesta del Bollo, que enriquecen y dan sentido a nuestras calles. Sin embargo, al tratarse de un conjunto, la conservación es más compleja, pues la pérdida de cualquiera de sus elementos, por pequeño que este sea, afecta a todos los demás. Algunos episodios recientes nos alertan de que aún queda mucho que hacer en este campo y es necesario el compromiso de todos para garantizar la continuidad de nuestra identidad ciudadana.

Queda una última ciudad, la ciudad mestiza. La llegada de la siderurgia atrajo la inmigración en masa y provocó una auténtica conmoción demográfica. Fueron los años de los barracones, de las campanas, de unas condiciones de trabajo difíciles que Nicanor García Iglesias, pregonero lúcido e intuitivo de la villa, recreó así en su novela Barro: “Comían por poco dinero, y, rendidos del trabajo, se tumbaban en un barracón, cubiertos por una manta, y dormían esperando el nuevo día para volver a arañar la tierra, sembrando en su seno cemento y hierro que vencería al barro espeso y pesado”.

Pero pasaron los años y los de aquí se fueron fundiendo con los de allí para hacer una sola ciudad que afrontó unida las crisis de fin de siglo.

Llegados a este punto, permitidme que abandone la historia y me ocupe unas líneas con la memoria, que, como es sabido, es algo muy diferente. Aunque mis recuerdos son relativamente imprecisos, me alcanzan para comprender que soy un producto del Avilés mestizo, pues soy hijo de una mazarica de Rivero, la calle mayor por excelencia de la villa, y de un leonés de Lancia, la ciudad de los astures cuya conquista costó dios y ayuda a los romanos. Además, yo mismo nací en Rivero, al igual que mi esposa, que vio la luz tan cerca de mí que podíamos contemplarnos desde la ventana. Alguien podría hablar de predestinación. Sin duda ha sido así, y también ha sido maravilloso. Nuestro hijo ya participa de estas raíces y hace tan sólo unos días, como todos los años desde que tengo uso de razón, nos hemos vestido con los colores de nuestra cofradía para acompañar a San Pedrín de Rivero en su penitencia por estas mismas calles donde nos encontramos.

Como decía al principio, las tradiciones y, en este caso, la fiesta contribuyen a forjar nuestra identidad, nos permiten reconocernos como comunidad en un ambiente de alegría y celebración por tener la suerte de estar hoy en Avilés, porque, como reza la letra de nuestra ancestral danza prima:

“De Asturias la mejor flor,

es la villa de Avilés,

lo dijeron Campoamor

y el gran Palacio Valdés”.

 

Viva el Bollo y Viva Avilés.



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