El tiempo de cuaresma hace que al llegar los días de Semana Santa volvamos la mirada hacia costaleros enlutados, cristos rasgados, vírgenes con lagrimones de fuego y unos penitentes que, habiendo dejando en el rincón del olvido sus prácticas religiosas, retornan ahora su mirada a la Iglesia y acompañan día y noche, igual a fieles custodios, el Vía Crucis penitenciario, arropando con plegarias y salmos a la afligida María siguiendo en los recónditos callejones de Jerusalén el rostro ensangrentado de su hijo camino del Gólgota.
Durante siglos el pueblo hebreo ha sido, en conciencia de los seguidores del Mesías, culpables de su expiración, aún a sabiendas de que las tradiciones judías han estado perennemente ligadas al mundo cristiano. No sólo la religiosidad es una fuente de orígenes comunes sino que la historia de los reyes occidentales, fundadores de las naciones europeas, se confunde con la del pueblo de Israel.
Estudiosos del tema hablan de algo dudoso: que la tribu de David emigró a la región griega de Arcadia y allí se estableció. Una leyenda más cercana describe al matrimonio de Jesús con Magdalena, y que después de la crucifixión, ella, ya viuda de Jesús, habría emigrado a Marsella con sus hijos. Uno de sus descendientes se casó con un rey Merovingio: de ahí el carácter sagrado de la dinastía real de Francia y su pacto con la Iglesia de Roma.
Otra tradición vieja relata la forma en que José de Arimatea partió a Escocia llevando consigo el Santo Grial, derivándose de ese viaje la saga del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda.
Ciertos eruditos, entre ellos Roger Peyrefitte, van más lejos y aseveran el origen judaico de la mayoría de las familias reales de Europa.
En otra tradición se glosa como la tribu de Judá fue transplantada “manu militari” a la región denominada Séptima, la cual se extiende por la Provenza hasta los Pirineos y de allí alcanzó Barcelona.
Durante el reino visigodo de Tolosa, siglos V y VI, los israelitas y godos de religión arriana, se casaban entre ellos y mantenían estrechas relaciones de amistad. En ese tiempo decir judío y godo era equivalente. Mucho han cambiado hoy las estaciones de los siglos.
En la mitad del medio de estas quimeras se halla el niño que yo fui con apenas 9 años, enfrentado a los misterios de su primera Semana Santa.
Apretado contra madre, rigurosamente vestida de negro, intentábamos, asustados, comprender la razón de tanto flagelo contra un ser, sin comprender aún que las iniquidades son un segmento intrínseco de la raza humana.
Mucho más tarde vendría “Historia de Cristo” de Giovanni Papini o “Historia de los Judíos” de Paul Johnson, cuyo impacto gravitaría nuestra concepción del cristianismo, algunas veces zarandeado con titubeos y otras con arrebatos de inusitada efusión.