La comisión Pujol creada en el Parlamento catalán sobre el fraude y la evasión fiscales y las prácticas de corrupción política suscita mucho morbo.
Ver rendir cuentas en público a quien fue durante tantos años el preboste de la política catalana y a su familia es uno de esos espectáculos que gustan al pueblo llano, que ve así cómo cae la casta, por utilizar un término tan en boga actualmente.
Pero también genera mucha perplejidad, no exenta de crítica, la vestimenta del Presidente de la Comisión, que alterna las chanclas con una colección de camisetas de dudoso gusto.
Alguien podrá decir: “Cada uno que vista como quiera”, “el tipo de vestimenta es un tema personal”.
Ciertamente. Nada que oponer a tal aseveración siempre y cuando se ejerza tal libertad en la condición de ciudadano, pero ¿opinaríamos lo mismo si acudiéramos a una entidad bancaria de un país occidental y el gestor nos recibiera en chanclas, bermudas y camisa hawaiana?
Seguramente lo consideraríamos como un hecho extravagante, como una falta de respeto, y perderíamos la confianza en dicha entidad.
La misma sensación se experimenta al ver a un represente público, en el ejercicio de su cargo, vestir de tal guisa.
El decoro es una regla presente en todos los reglamentos parlamentarios.
¿Qué significa?
El concepto deviene del latín decorum y ya lo utilizaba Cicerón en el siglo I antes de Cristo como la premisa según la cual los actores de una obra de teatro tenían que vestir según las características de su personaje, de tal manera que si representaban a un caballero tenían que vestir como tal, y lo mismo si se trataba de un campesino.
¿Qué es entonces el decoro?
El saber estar, lo que es correcto en cada momento.
Es difícil someter el decoro a reglas fijas, aunque el Congreso de los Diputados restringió la vestimenta de los visitantes, a los que se exigió pantalón y falda para acceder a las tribunas públicas.
Las empresas privadas exigen a sus empleados, sobre todo a los que están de cara al público, una indumentaria cuidada, porque ellos son su imagen.
¿Es necesario fijar criterios estrictos a los representantes públicos para que adecuen su vestimenta a las reglas sociales al uso y a la dignidad del cargo que ostentan?
No debiera serlo.
Se trata de una cuestión de sentido común, de saber a quién se representa y de cortesía a la institución en la que se trabaja.
La vestimenta de quienes desarrollan sus funciones en ámbitos institucionales públicos y profesionales, más que una exigencia de uniformidad, debe interpretarse como un signo de respeto y consideración hacia los demás. Así, sería impensable que el Presidente del Gobierno acudiera en chándal a una reunión de presidentes, que un torero hiciera el paseíllo en bermudas y camiseta de tirantes, o que un abogado, en un país occidental, interviniera en juicio en pantalón corto. Cada ambiente, cada profesión, tienen su liturgia y su vestuario.
En Ibiza, cuna de la libertad en el vestir, entre otras cosas, leí hace tiempo un eslogan que decía: “Viste como quieras, pero con estética”.
Pues, como mínimo, eso.