Mi tío Blas, un hombre insignificante

Mi tío Blas era un hombre de esos que debido a su notable timidez, apocamiento y complejo de interioridad, todo el mundo considera insignificantes. Era el hermano mayor de mi madre, y todos cuantos le conocían estaban convencidos de que moriría soltero. Fundaban su convicción en que además de su cortedad y retraimiento, mi tío Blas era feíllo, menguado de estatura, algo contrahecho de cuerpo y torpe de movimientos.

       Vivía en una vetusta casona que, por lástima, los abuelos le dejaron en herencia. Mi tío Blas estaba empleado de mozo para todo en un almacén de grano. Los dueños del mismo abusaban de él haciéndole trabajar las horas que por ley le correspondían, y alguna hora extra más, que no consideraban obligatorio pagarle para mejorar el mísero salario que le pagaban.

        Yo era muy chico cuando cogí la costumbre de ir a verle los domingos por la mañana, después de salir de misa. Desde muy temprana edad merecieron mi respeto, afecto y consideración los antihéroes, los humildes, los infortunados. Ese tipo de personas que la sociedad margina de algún modo por considerarlas perdedoras dentro de un mundo ambicioso en la que todos aspiran a ser ganadores y muchos lo consiguen con astucia y malas artes.

        Mi tío Blas poseía la paciencia de Job y la constancia de Sísifo. Tenía un gato de pelaje blanco y ojos color albahaca que dormía y comía con él. Con lo difíciles de amaestrar que son estos animales, tío Blas había conseguido que, siguiendo sus órdenes “Nevado” se pusiera de pie, se tumbara y le encontrase la llave de la casa, objeto que perdía continuamente.

        Un día a mi tío Blas un vecino le regaló una guitarra rota:

        —Iba tirarla. Si eres capaz de arreglarla es tuya, y si no lo eres, pues la tiras tú.

        Mi tío Blas le dio las gracias y cada vez que tenía un rato libre, sin más ayuda que un cuchillo, una lima y un tronquito de madera le hizo un mástil nuevo al instrumento que tenía el suyo original roto, lo barnizó, puso cuerdas nuevas y lo convirtió en útil. Entonces, ejerciendo esa admirable paciencia suya, dedicándole cientos de horas, aprendió el solo a tocar la guitarra. Tenía buen oído y acabó siendo capaz de tocar todas las melodías que escuchaba repetidamente en la vieja radio que le regaló mi padre, cuando pudo comprar para casa una nueva.

       Como ya mencioné anteriormente los domingos por la mañana, salido de misa, donde siempre me aburría y a veces, por pura burla, fingía toses y le soplaba las orejas al chico que tenía en el bando de delante si tenía confianza con él, me iba a casa de mi tío Blas. Allí yo me entretenía con “Nevado” desorientándole con órdenes como:

       —Haz el pino, agárrate el rabo, saca la lengua, hazte el bizco, di Jesús cuando yo estornude, y tonterías por este estilo.

       Lógicamente a “Nevado” se le redondeaban los ojos, no obedecía y me miraba como se mira a las personas sobre cuyo buen funcionamiento cerebral se tienen dudas.

       Aparte de lo anterior, mi tío Blas que se tronchaba de risa conmigo, me enseñó a tocar la guitarra.

       Yo tenía diez años cuando un día, el corazón de mi tío Blas, del que él nunca se había fiado del todo porque a veces realizaba súbitos acelerones y, otras, a él le parecía que se había parado, se le detuvo del todo y murió en la cama acompañado de su fiel “Nevado”, al que tuve conmigo hasta que un día, enfermo de vejez, escogió tomar el camino del silencio eterno y, si se lo permitieron reunirse con su verdadero amo. La remendada guitarra de mi tío Blas la conservo todavía y con su ayuda fui capaz de enamorar a un par de chicas de gustos poco selectivos.

       Bueno, con respecto a la guitarra sorprendí a toda la familia cantando durante el sepelio, con el ataúd presente y asimismo un par de coronas compradas entre todos los que le queríamos bien, acompañándome de ella, canté la canción favorita de mi tío Blas:

“Adiós con el corazón,

que con el alma no puedo.

Al despedirme de ti,

al despedirme me muero”.

      Mientras la interpretaba vi asomarse lágrimas en muchos ojos de los presentes, algunas quizás fueran de emoción, otras, quizás de lástima por esta voz mía: flojita, desafinada y poco agradable. Pero como solía decir mi desventurado tío Blas: “El que regala lo que tiene, es un ser generoso, aunque su regalo no parezca valioso al que lo recibe”.

 



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