La tecnología actual avanza en función de los intereses económicos que genera. Vivimos en una civilización donde el factor económico prima sobre el factor humano. La tecnología avanza, cierto, pero por un camino previamente marcado y encadenada a unas normas de productividad y rentabilidad económicas. Son miles las patentes que cogen polvo en oscuros sótanos por ofrecer más beneficios humanos que financieros. Inventores como John Bedini, Floyd Sweet, Adam Trombly, Paramahamsa Tewari, John Hutchison, Shiuji Inomata, etc., crearon artilugios capaces de producir energía libre y limpia sin apenas coste. Por desgracia la mayoría de estos inventos fueron requisados por el gobierno y silenciados. ¿Existe el progreso en una civilización que desecha una tecnología por no dar suficientes beneficios económicos, si bien podría solucionar innumerables conflictos humanitarios como la escasez de alimentos y agua? La industria farmacéutica es otro claro ejemplo de sistema invasivo y totalitario. Mientras esta megaindustria domine buena parte de las terapias médicas actuales, basadas exclusivamente en el beneficio económico y en la medicación indefinida, no habrá suficiente espacio ni promoción para nuevas investigaciones y avances en otro tipo de terapias más económicas, naturales y eficaces, enfocadas más hacia la prevención y curación. La OMS nos advierte que «la generación de medicamentos modernos se está estancando y son pocos los incentivos para elaborar [por ejemplo] antibióticos que permitan combatir los problemas mundiales de la farmacorresistencia. Ya sabemos cómo atajar el problema, pero ¿se está haciendo algo en este sentido? ¿Por qué no se han generado nuevos antibióticos desde los años 80? ¿Acaso las industrias no están interesadas?»
El premio Nobel de Medicina, Richard J. Roberts, afirmó hace unos meses en una entrevista publicada por el periódico La Vanguardia que el fármaco que cura no es rentable: «Se han dejado de investigar antibióticos porque son demasiado efectivos. Como no se han desarrollado nuevos antibióticos, los microorganismos infecciosos se han vuelto resistentes, y hoy la tuberculosis que en mi niñez había sido derrotada está resurgiendo y mató en 2012 a un millón de personas. Es habitual que las farmacéuticas estén interesadas en líneas de investigación no para curar, sino para cronificar dolencias con medicamentos cronificadores mucho más rentables que los que curan del todo y de una vez para siempre». No obstante es muy posible que en unas pocas décadas la nanotecnología y las terapias genéticas desplacen progresivamente a la industria farmacéutica tal como hizo Internet con la industria de la música, lo cual sería un avance revolucionario en la medicina que en comparación a otras ramas de la ciencia, como pueden ser las comunicaciones, hoy día no es más que un residuo fosilizado del Siglo de las Luces y del modernismo chapliniano. En 1990, el Dr. Ulrich Abel, experto en bioestadística oncológica de la Universidad de Heidelberg, Alemania, publicó el estudio más extenso sobre la quimioterapia. Su inquietud fue creciendo durante diez años de trabajo en el área de estadística en oncología clínica. Dice el Dr Abel: «Un análisis sobrio y desprejuiciado de la literatura revela que los regímenes (de medicamentos) en cuestión raramente tienen algún beneficio terapéutico. Para la gran mayoría de los cánceres epiteliales avanzados, no hay evidencia de que el tratamiento con estas drogas extienda o mejore la vida». Al decir epitelial, el Dr. Abel se refiere a las formas más frecuentes de adenocarcinoma: pulmón, mama, próstata, colon, etc. Estos constituyen por lo menos el 80% de las muertes de cáncer en los países industriales avanzados.
En su obra “El libro de las terapias alternativas contra el cáncer”, Richard Walters nos cuenta que «todas las drogas empleadas en la quimioterapia son tóxicas y muchas de ellas son cancerígenas, es decir que pueden producir cáncer. El uso desmedido de la quimioterapia, un negocio que deja aproximadamente alrededor de 750 millones anuales con la venta de drogas solamente, constituye un escándalo nacional. […] Todos debemos saber que “la guerra contra el cáncer es un gran fraude”, escribió el Dr. Linus Pauling, dos veces ganador del Premio Nobel. Otro ganador de este premio, el Dr. James Watson, el co-descubridor de la doble hélice del ADN, fue más terminante. Watson perteneció durante dos años al Comité Asesor Nacional sobre cáncer. En 1975 se le consultó cuál era su opinión sobre el Programa Nacional contra el cáncer, y él contestó rápidamente: “Es una mierda”». En otro libro titulado “Cuestionar la quimioterapia”, el Dr Ralph Moss sostiene que «Después de 50 billones de dólares gastados en investigación de cáncer, la lista de los cánceres sensibles a la quimioterapia es casi idéntico a la que era hace 25 años». Uno de los pocos estudios que comparó pacientes que recibían tratamiento oncológico convencional con pacientes que no recibían ningún tratamiento fue dirigido por el Dr. Hardin Jones, profesor de física y fisiología médicas en la Universidad de California. Ante un panel de la Sociedad Norteamericana del Cáncer, dijo: «Mis estudios han demostrado de manera concluyente que los pacientes que no reciben ningún tratamiento viven de hecho hasta cuatro veces más que los que sí lo reciben. Para un tipo típico de cáncer, las personas que no aceptaron el tratamiento vivieron un promedio de 12 años y medio. Aquellos que aceptaron la cirugía y otros tratamientos vivieron de promedio sólo 3 años». Visto el panorama, es del todo improbable que de pronto saliera al mercado un tratamiento contra el cáncer más económico, eficaz y menos agresivo que los convencionales (ya lo intentaron algunos como Royal Raymond Rife, Max Gerson, Harry Hoxsey…), ya que afectaría negativamente a las industrias farmacéuticas, las cuales, amparadas por el gobierno, harían todo lo posible por silenciarlo o desacreditarlo mediante falsos informes.
Algo similar han hecho las petroleras –también amparadas por el gobierno– cuando alguien ha tenido a bien inventar un combustible barato, abundante y no contaminante como el agua. Ahí tenemos múltiples ejemplos como el motor de agua del filipino Daniel Dingel, que ha convertido desde 1969 más de 100 automóviles de gasolina para que funcionasen por hidrógeno derivándose simplemente del agua; o Stanley Meyer, que inventó un sistema que utilizaba agua como combustible en un motor de explosión interna convencional; o Paul Pantone, que mezclaba nafta con agua en un circuito cerrado; o Bill Williams, que en 2008 inventó un auto que funciona únicamente con agua de mar filtrada, además de una célula electrolítica capaz de cargarse por sí sola.
Uno de los más grandes inventos de la humanidad, capaz de solucionar la escasez de agua potable en el mundo, fue diseñado por el escritor y exprofesor de submarinismo Alberto Vázquez Figueroa, una desaladora de agua por presión natural que consigue dar agua pura a muy bajo coste además de obtener energía eléctrica en función de las necesidades puntuales de cada momento, pudiendo regularse la cantidad de agua destinada a desalación o a generación de energía. Evidentemente la patente fue vetada. En una convención de inventores españoles dijo: «Cuando ustedes inventen algo, no se pregunten a quién beneficia, sino a quién perjudica. Del poder de aquel a quien perjudica dependerá que el invento salga adelante o no».
No han de ser personas muy inteligentes o conscientes quienes anteponiendo los beneficios económicos frente a los humanos rechazan tales inventos, pues tanto ellos como, sobre todo, sus descendientes, se privarán de conocer sus grandes beneficios. Llevados por un egoísmo superior condenan a sus hijos y a los hijos de sus hijos a vivir en un mundo más contaminado y conflictivo. Solo hay que imaginar cómo sería el mundo actual si a principios del siglo XX se hubiera rechazado finalmente la corriente alterna, inventada por Nikola Tesla, a favor de la corriente continua de Thomas Edison.