Parejos a los antiguos errabundos de los caminos del occidente cristiano que tenían la mirada en Roma y el corazón en Jerusalén siguiendo las enajenaciones místicas de Pedro “el ermitaño”, hoy andamos de un lado a otro en las encrucijadas de Europa en busca de sus entelequias y metáforas.
Estamos perdidos, no hallamos nuestras raíces morales, y e sueño de la unión del continente occidental se ve incapaz de cerrar el círculo ante tanto esperpéntico desmadrado con ideas políticas viejas, decadentes y sin el mínimo programa político coherente. Hay abundantes santibanquis de ocasión, faltan estadistas de altura, pensamiento templado y honorabilidad infranqueable.
Un ensayo deslumbrante, una obra maestra de George Steiner – “La idea de Europa”- va en las alforjas de mi entelequia andariega. Son un puñado de páginas arropadas admirablemente bajo una introducción matizada por Rob Riemen bajo la égida de Thomas Mann, el hombre que mejor supo vislumbrar apasionadamente a Europa.
Nos recuerda Riemen - organizador de las famosas Conferencias de Nexos Institute - como en 1934 el autor de “La montaña mágica” tuvo que escribir una necrológica de un hombre que había ocupado un espacio importante en su vida: Sammi Fischer, su editor húngaro-judío de Berlín, la persona, en gran medida, que “había hecho posible que él llegase a ser escritor”.
Mann recordaba la conversación mantenida la última vez que vio al anciano amigo. El impresor expresó su opinión sobre un conocido común:
- No es europeo, dijo meneando la cabeza.
- ¿No es europeo, señor Fischer? ¿Y por qué no?
- No comprende nada de las grandes ideas humanas.
Y recalca más tarde Rob: “Las grandes ideas humanas. Eso es la cultura europea. Eso es lo que Mann había aprendido de Goethe”. Y éste de Ulrico von Hutten, cuando un día exacto, el 25 de octubre de 1518, escribió una carta a un colega en la cual le explicaba que, aunque era de noble cuna, no deseaba ser un aristócrata sin habérselo ganado.
“La nobleza venida del nacimiento - añadió con nitidez - es puramente accidental y, a cuenta de ellos, carece de sentido profundo para mí. Yo busco el manantial de la nobleza en otro lugar y bebo de esas fuentes”.
Y en ese instante – y el escribidor de estas líneas no lo pone en duda - nació la auténtica hidalguía, la del espíritu, esa que brota del cultivo de la mente hasta llegar a ser algo más de lo que también somos: animales mal cocidos en hornos de cal o en calderos de cobre cubiertos de sebo.
Al decir de Steiner, Europa es ante todo un café repleto de gente variopinta envuelta en palabras incesantes, en donde se escribe poesía, se conspira, se moldea la filosofa, hay soñadores que sueltan elegías de amor, abundan los idealistas revolucionarios sin separarse nunca de las magnas empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente.
Esto – expresó igualmente el peruano-español Mario Vargas Llosa - es inconcebible en América, al desoír en menor escala la idea de Atenas y Jerusalén, es decir, “la razón, la fe y la tradición”.
Actualmente Europa, o esa idea variopinta que tenemos de ella, comienza, una vez más, a agrietarse al darle la espalda a su esencia más primogénita y excelsa: el humanismo.