Imputación y políticos

Con ocasión de la seudoimputación de los expresidentes de Andalucía Srs. Chaves y Griñán, se reabre la polémica en torno a en qué fase del procedimiento penal un político debe cesar o ser cesado.

El Partido Socialista es firme defensor del cumplimiento de la máxima «político imputado-político cesado», aunque otros partidos -con mejor juicio, en mi opinión- consideran que debe ser la apertura del juicio oral la que marque la frontera.

Son muchas las reflexiones que deben hacerse en torno a este tema y, sin ánimo de exhaustividad, planteo algunas de ellas.

En primer lugar, las relativas al propio alcance del término imputado.

Es cierto que con el chute de moralina que se ha inyectado la fariseica sociedad actual –cuántos de los que juzgan con tanta severidad han incurrido en conductas administrativa y socialmente reprochables (impago del IVA en las habituales chapuzas caseras, por poner solo un ejemplo)-, el término imputado ha adquirido connotaciones peyorativas: se identifica imputado con condenado. Los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad en que ello sea así.

En realidad, un imputado no deja de ser un testigo cualificado que, en lugar de acudir a prestar declaración por sí mismo, lo hace acompañado de abogado. Quizá fuera conveniente adecuar su denominación a la realidad de su contexto.

En segundo lugar, reflexiones referidas a la imputación propiamente dicha. Se hacen imputaciones con mucha alegría.

En ocasiones se ha imputado a personas sin motivación alguna por el mero hecho de ser clientes de una firma comercial que, presuntamente, había incurrido en prácticas prohibidas. Es como si, al cambio, se imputara a todos los clientes del Banco de Santander porque su presidente hubiera blanqueado dinero.

En otras, la imputación era tan endeble que estaba condenada al fracaso de antemano. El Sr. Acebes sabe algo de eso. Se le imputó porque alguien dijo que le dijeron que habían dicho. Y, además, se le atribuyó un delito que no está en el Código Penal, sino que es creación jurisprudencial, presumiendo que su condición de jefe de personal de un partido situaba al resto de los estamentos inferiores en una relación de jerarquía.

Aun así, tuvo suerte, porque el juez Ruz motivó el auto, lo que no siempre ocurre.

Fue una imputación más mediática que jurídica, condenada al fracaso desde su nacimiento, como así ocurrió.

¿Alcanzó alguna responsabilidad al juez Ruz? Ninguna.

Y eso nos sitúa en la tercera cuestión. Además de que no todos los sistemas de acceso a la judicatura garantizan la preparación global (técnica, profesional, deontológica...) que es necesaria para el ejercicio de tan altísima función, ¿son conscientes todos los jueces de la trascendencia mediática, social y familiar de sus decisiones? ¿Lo son también de que una imputación puede acabar con la carrera política de un cargo elegido por la voluntad popular? ¿Asumen alguna responsabilidad por sus autos fallidos?

Y no olvidemos, a mayor abundamiento, que puede haber más elpidios sueltos.

Por tanto, podría asumirse la máxima «político imputado-político cesado» si también se implantara la secuencia «imputación sobreseída-responsabilidad sobrevenida».

En otro caso, estaríamos pasando del gobierno del Gobierno al gobierno de los jueces y nosotros preferimos que gobierne el Gobierno; al menos podemos votarlo cada cuatro años.



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