Estas letras están escritas en Venezuela. He regresado durante pocos días a la tierra en la que he vivido años hermosos, profundos desencantos y ahora pernas hondas ante la crueldad del gobierno bolivariano actual.
Es incuestionable: Rasgueamos pródigamente sobre la libertad en un tiempo en que se le coloca obstáculos - cual si fuera una prebenda más del mandamás de turno - , y no la dignidad individual al servicio de cada hombre o mujer, a razón de que los pueblos no existen en base a sus poderíos y riquezas, sino debido al sostén de su libre albedrío.
Los gobiernos autócratas – como el de Venezuela - pueden prescindir de la libertad; sus ciudadanos jamás desasirse de ella.
Los criollos aún respiran a paso lento. ¿A qué precio? Muy alto. ¿No se han dado cuenta que se van cerrando gradualmente los derechos individuales al ser sustituidos por un amorfo colectivismo?
El usufructuario de la comunicación de masas es el Estado. Sus garfios han ido cortando la expansión mediática hasta reducirla. No ha sido aún escindida totalmente de cuajo - todo se andará - , ya que lo tejido hasta ahora va en concordancia con las reglas del marxismo imperante, de las que el presidente Nicolás Maduro – el peón que dejó Hugo Chávez - se ufana en mantener.
Nos hubiera cautivado que estas expresiones fueran escuetas posturas. No lo son. Cuando merman las libertades, toda sociedad va hacia el temido oscurantismo, y la venezolana cruza ese río de espanto.
Sin la autonomía de pensamiento, cuya base es la escritura y la palabra, la humanidad estaría en los albores de la Baja Edad Media. Y si hoy nos hallamos donde estamos, en medio de un progreso de valores sostenidos, es porque seres humanos imbuidos de coraje han abierto hendiduras con sus propias manos para enseñarnos la refulgencia de la emancipación.
En la Declaración de los Derechos Humanos hay cinceladas estas palabras que para muchas naciones son arcilla, simple barro sin valor: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre. Todo ciudadano puede, por lo tanto, hablar, escribir, imprimir libremente (...)”.
Una quimera. Docenas de informadores sufren cada año terribles avatares por reflejar los hechos tal como suceden, no como desea el tiranuelo o los grupos de presión de turno. No lo olvidemos ni nos cansemos de repetirlo una y mil veces: El hombre para serlo en plenitud, debe ser libre. Cuando existía el Estado totalitario soviético, un soñador dijo: “Llevad la libertad de prensa a Moscú, y mañana Rusia será una república libre”.
No tardó en ser verdad en cierta forma, ya que leer hoy los archivos literarios de la KGB, desempolvados por Vitali Chentalinski, lo sucedido es de pavor.
El pasado puede ser siniestro, y aún así, algunas veces regresa por otros intrincados senderos acaso no tan drásticos y escalofriantes, pero sí con lección aprendida: aplasta la disidencia del pensamiento.
Esa es la raíz de escribir con tanta insistencia sobre los principios de la libertad. El reto de las nuevas generaciones de ciudadanos es cada día mayor, no sólo desde el punto de vista de una concepción moderna de la vida, sino al tener que enfrentar la compleja situación social, económica y política que padece actualmente Venezuela.
Nadie es una isla, decía el clérigo inglés John Donne, “y por consiguiente, nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas; doblan por ti.” Es decir por todos.
Partiendo de la noche de los tiempos, dialogar, pensar, escribir, siempre ha sido un anatema, aunque nunca en la forma refinada de los tiempos actuales, cuando uno creía que la civilización había llegado al cenit de su apogeo y los sueños humanos florecerían fusionados al albedrío individua.
Estos días finales de febrero en Caracas he palpado hasta el tuétano la amargura de un pueblo.
Diremos al viento de Miguel Hernández, “y por doler, me duele hasta el aliento”.