No tengo ningún apego al mar. Habiendo nacido en un plisado del Cantábrico entre acantilados cortantes, olas embrutecidas y vientos fuertes henchidos de salitre, el líquido elemento salobre me sabe a lejanía, bruma sin contornos, ausencia inexorable.
Soy, en el fondo, hombre de secano, barca varada donde aún se guarece, miedoso, un niño que mira con ojos asustadizos, desde la inmensa playa en forma de herradura en el Gijón de mis querencias furtivas, una masa azulada, furiosa, la cual viene arremolinada a mi encuentro.
Grito y nadie escucha.
Ni los relatos con proas relucientes y mástiles fosforescentes de Julio Verne con el capitán Nemo a su lado dentro del submarino Nautilus, ni Emilio Salgari por los mares del Sur, o Robert L. Stevenson en su isla del tesoro, no hacen amainar, ni un ápice, la furia del Cantábrico.
Joseph Conrad, el escritor de estremecedores relatos marinos - no en balde dedicó veinte años de su vida a recorrer los océanos y puertos del mundo - decía del mar - para él la mar, en femenino -, que es “incierta, arbitraria, impávida y violenta... con algo de inane en su serenidad y de estúpido en su ira, que es infinita, omnímoda, persistente y fútil...” Quien haya pasado horas en lo alto un arrecife sabe muy bien de esa certeza,
Un día – cruzando media península - llegamos al Mediterráneo. Estaba en calma. Sobre ese mar llegaron las civilizaciones envueltas en cántaros de miel, filosofías sobre el amor, la muerte y la vida; piedras de Cartago, los astados de Creta, los trovadores de Capri, y el azafrán de los sembradíos de Trípoli, con los poemas de las piedras color carmín de Alejandría.
Durante años veníamos todas las tardes a sus orillas, éramos jóvenes, soñábamos a gritos y tocábamos la mar con las manos.
Los pinares negros, casi desaparecidos, dejaron paso a torres de cemento.
Ahora tampoco franquea el viejo el tranvía de nuestras recordadas travesías. Se fueron las mañanas, con un vaho de nostalgia sobre el agua, y tuvimos, ante la arena de la Playa de Malvarrosa, una remembranza hacia el escribidor de pasiones desanudadas.
“¡Qué negra quedó la mar! / La noche, ¡qué desolada! / Derribado su cantar, / la barca fue derribada.”
Los versos eran de Rafael Alberti.