El pasado viernes, cuando a eso de las 10:45 horas me dirigía a tomar café, recibí la llamada de mi gran amigo Javier. El tono grave de su voz presagiaba que la llamada no era de cortesía.
Le pregunté: Javier, ¿qué ocurre?
La respuesta fue demoledora: El hijo de Ramón apareció muerto.
Se trataba de Antonio Fernández-Mijares.
Me detuve en seco. Un dolor agudo, inmovilizante, penetrante y hasta ahora desconocido, me laceró el pecho.
Me sentí impotente, débil, herido.
La pormenorización de los detalles del suceso agudizó aún más mi dolor y rompí a llorar.
Antonio, el hijo de mi amigo Ramón, a quien conocía desde su nacimiento, estaba muerto.
Me costaba creerlo.
Antonio era un muchacho próximo a cumplir los treinta años.
Afable, extrovertido, inteligente, audaz, cariñoso, locuaz, carismático, con un innegable y evidente atractivo físico, pertenecía a esa clase de jóvenes a los que no se les pone nada por delante, que se enfrentan a la vida con una preparación y una decisión envidiables.
Ejercía como Abogado en el despacho de su padre y, a primera vista, era una persona equilibrada y feliz.
Entusiasta del Derecho Consuetudinario Asturiano desde que participó en el Curso que impartí en la Escuela de Práctica Jurídica, era asiduo de los Módulos de Campo que semestralmente organizo y participó activamente en el que se desarrolló días atrás en Santianes del Rey Silo, Somao y Cudillero.
Es duro, muy duro, comprobar tan de cerca cómo se invierten las leyes de la naturaleza y lo que debe ocurrir después, se anticipa. Duro e incomprensible.
¿Qué puede incitar a un joven en la plenitud de su vida a iniciar un viaje sin retorno planificando el cómo, el cuándo y el dónde?
¿Eran tan irreversibles las causas?
¿Tan imposible de manejar el problema, si lo había?
¿Para qué están los padres y los amigos?
¿Era el viaje de ida la única solución?
Inconformidad, insatisfacción, angustia, depresión...
Son preguntas sin respuesta.
Sucesos como éste, y desde el dolor que me atenaza, me invitan a decir que hoy me siento más unido que nunca a mi hija Marina, amiga de Antonio, más partícipe de sus problemas, si los tuviera, sean pequeños o grandes, porque contemplando la angustia de Ramón y Mª José me doy cuenta de que mi hija es mi mayor tesoro.
Antonio, prematura e incompresiblemente, ya descansas en paz.
Quienes te queríamos nos esforzaremos en consolar a tus padres.