En el bosque “Simón Bolívar” cerca de Jerusalén, hay un árbol plantado a mi nombre. Es decir, tengo raíces bajo la tierra de los profetas. Sobre esto hay una frase de Isaías: “Porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo”.
No soy judío, sino cristiano viejo de sayón, cirio y rumiantes oraciones sobre la comisura de los labios, pero el judaísmo me impresiona debido a lo que tiene de humanismo, esa fuerza extraordinaria para mantener, sobre la propia expiración, las tradiciones que son la esencia más sólida de una raza. Sin soporte del pasado, el futuro termina convirtiéndose en polvo.
Un profesor de la Universidad del Sur de Carolina, Joseph D. Bermaman, decía algo que me ha conmovido:
“Los valores de la sociedad han cambiado en gran manera en la historia de la humanidad a través de los tiempos. Esto se debe a que el hombre busca siempre un sistema de vida que se amolde a sus deseos, es decir, quiere identificarse con normas nuevas de conducta que representen su modo de subsistencia. Cree que los nuevos valores serán regulaciones que contribuirán mejor a su bienestar.”
Con los años he aprendido de los israelitas algo trascendente: la tierra, aunque sea un pedazo pequeño, es lo que hace a un pueblo. Allí, entre los surcos, se alza la tradición, es decir, la esencia de los siglos perdurables en un pedazo de insondable surcos.
El árbol enclavado en la ciudad tres veces santa, tendrá en sus raíces algo de mi propia esencia como ser humano. No sé en verdad si eso es importante, me siento bien y digo como el poeta George Herbert:
“Te bendigo, Señor, porque he crecido en medio de los árboles, que, puestos en hilera, te deben a la par, orden y frutos”.
Las piedras en Israel son tiempo congelado. Uno siembra una simiente y, al escarbar, se tropieza con capiteles, perfiles romanos, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos, jarras con nombres y fechas. Hay más ruinas que tierra, por eso los frutos en los árboles tienen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores paganos, canela y mirra quemada a los pies del Arca de la Alianza.
Esa es la razón de que cada día – siempre al atardecer - el judío redima el predio de sus mayores, al saber que los surcos son el yugo primario – aún siendo poco religioso - entre él y Yahvé.
Cierro los ojos. Creo estar a las puertas de las murallas de Jerusalén subiendo por el Monte de los Olivos. Una luna redonda se posa sobre la ciudad y su luz parece traspasar la sorprendente Cúpula de la Roca.
Camino entre senderos de olivos hacia el árbol que será esencia de lo que al final de la vida seré: aire y polvo, también espíritu imperecedero.
Nada desaparece en el Universo, todo se trasforma.