El problema del odio y la violencia sin fundamento en la civilización actual –cada vez más extendido– es que nacen de la falta de valores positivos, de la extrema banalidad que impregna a la sociedad. Ahí tenemos por ejemplo a los media denunciando un odio, una violencia que ellos mismos promueven a través de los periódicos, los informativos, el show-businees, los «debates», el cine, etc. En una sociedad donde impera y se fomenta la competitividad y la codicia sobre los demás valores, es lógico que la mayoría de sus habitantes traten de aliviar sus tensiones, trastornos y sentimientos de fracaso a través del alcohol, las drogas, la violencia, el extremismo ideológico y el sectarismo religioso. Ahora bien, ilegalizar todas las drogas en una sociedad que las necesita precisamente para combatir o aliviar la presión de su propio sistema de valores sólo puede conducir a una mayor presión y degradación de sí misma, elevando progresivamente el número de marginados y excluidos.
Lo más paradójico es que hemos hecho de la corrupción y la criminalidad a gran escala, –derivadas de la «ilegalidad»–, un modelo a defender ante el fantasma de la droga. ¿Es que no aprendimos nada de las consecuencias de la ley seca? ¿De que la prohibición total no es el remedio sino la verdadera enfermedad? No estoy de acuerdo con quienes afirman que la guerra contra la droga surgió como una conspiración del gobierno americano para enriquecerse. No dudo de las buenas intenciones originarias, aunque pequen de paternalistas y se tome al ciudadano medio como un idiota incapaz de velar por su seguridad o de saber lo que le conviene. Lo que sí me parece terrible es la poca humildad del gobierno americano para reconocer su derrota en esta guerra sin sentido, una guerra que siempre pierden los mismos: los drogodependientes. Es absurdo mantener indefinidamente una ilegalidad impotente cuyas consecuencias son incomparablemente más dañinas para la sociedad que su legalidad controlada. La legalización de la marihuana en Holanda, por ejemplo, demuestra los miedos infundados de quienes apoyan sin reservas su ilegalización total. De hecho Holanda es uno de los países europeos con más bajo consumo de drogas, sobre todo las llamadas drogas blandas como la marihuana, aunque resulte paradójico. ¿Por qué ocurre esto? Porque no existe el consumo «libre». Sólo se permite su venta en pequeñas cantidades en los coffee shops. Para cultivar se necesita un permiso oficial; los coffee shops sólo pueden tener en existencia menos de 500 gramos y el consumo en calles y otros lugares que no sean los coffee shops está fuertemente penado. Así que muy pocos se arriesgan a cultivar ilegalmente un producto que se vende legalmente y con calidad a precio de mercado. Ni surge con demasiada intensidad el deseo juvenil de trasgredir unas normas que no prohíben del todo su consumo. La decisión de las autoridades holandesas de despenalizar el consumo de la marihuana, llevada a cabo en 1976, tuvo como finalidad reducir el alto consumo de drogas de aquel entonces y minimizar los riesgos para los consumidores y la sociedad. Lo han logrado con bastante éxito y sin ningún muerto, y el resultado inmediato fue que disminuyó el nivel de consumo, se distanció el mercado de las drogas duras con las blandas y se evitó en gran medida la venta clandestina. La experiencia les ha hecho entender que el consumidor ilegal tiene más posibilidades de caer en las drogas duras, y que cuando se legalizan las blandas se disminuye ese riesgo. De hecho, el último balance de cifra de muertes en Holanda relacionadas con las drogas es de 2,4 por cada millón de habitantes, la más baja de Europa. Una célebre cita de Stuart Mill dice que «El único propósito que permite ejercer correctamente el poder sobre cualquier miembro de la comunidad civilizada, contra su voluntad, es prevenir el daño a otros. En su propio bien, físico o moral, no es motivo suficiente».
Podríamos hablar de la industria de la droga como un sistema social plenamente instalado y que no difiere mucho de otros sistemas legales generadores de grandes beneficios, como es el sistema educativo, bancario y sanitario. Según datos de la Oficina de Drogas y Crimen Organizado de Naciones Unidas, esta industria –la joya de la corona de los negocios ilícitos– mueve nada menos que 300.000 millones de dólares al año, por encima de la prostitución (150.000 millones), el armamento (280.000 millones), la pornografía (unos 140.000 millones), la banca (185.000 millones), el alcohol (245.000 millones de dólares) y el petróleo (las seis mayores petroleras del mundo, Exxon, Gazprom, Shell, Chevron, BP y Petrobras lograron un beneficio neto conjunto de 195.000 millones de dólares en 2012). El emporio de la droga genera tanto beneficio a la economía, que el mantenimiento de su ilegalización ha pasado de ser un asunto moral, como lo era en un principio, a convertirse en un mero asunto financiero. La marihuana, por ejemplo, reporta casi la mitad de los ingresos a los cárteles mexicanos; su regulación y legalización podría generar ingresos fiscales al gobierno norteamericano. Se ahorraría dinero que se destinaría a mejoras sanitarias y educativas y se salvarían vidas humanas. Ese es el escenario que ha soportado México en el último lustro. Sólo en los primeros cinco meses de este año 2013, el Gobierno de este país reconoció la muerte de 5.296 personas, la mayoría de esos asesinatos están vinculados a la denominada narcoviolencia. Pero esto es sólo la punta del iceberg. En marzo de 2012 México calculó en 150.000 los homicidios «presuntamente ocurridos por la violencia entre organizaciones criminales en el continente americano». Las noticias se repiten a diario en todo mundo: asesinatos, secuestros, desapariciones, disputas de territorios por mafias y la interminable lucha del Estado hacia los narcos. Por desgracia el narcotráfico genera buena parte del negocio de las armas, que a su vez mantiene la propia economía mundial. En el documental “El libro de los secretos: la guerra contra la droga”, se dice que «el 90 % de las armas que se compran en las ferias de armas y en las armerías de EEUU acaban en México», donde se quintuplica su precio. El fin de la guerra contra la droga supondría una drástica disminución de la demanda armamentística (ambas dependen entre sí) y un enorme revés a quienes se benefician de su ilegalidad, empezando por los gobiernos, la banca, las fuerzas de seguridad y el sistema penitenciario. Demasiados intereses en juego para que la situación cambie.
En su impactante artículo “Se buscan presos”, Laura Zamariego Maestre cuenta que «La ilegalización de la droga ha permitido que el número de presos en Estados Unidos se multiplique por seis en 30 años, lo que se traduce en 2 millones de personas, la mayor población carcelaria del mundo. [y que ha contribuido a convertir un país como EEUU con el 5 % de la población mundial en uno que tiene el 25 % de los presos del planeta]. La mitad de los reclusos son inmigrantes indocumentados en manos de las cárceles privadas o “correccionales”. Con la externalización de las prisiones, grandes empresas del sector ya han creado su negocio: a más presos, más beneficios. Cuanto más tiempo se queden los reclusos entre rejas, más dinero de los contribuyentes irá a los bolsillos de las grandes corporaciones. Este sistema penitenciario antepone así el castigo a cualquier programa de reinserción social. […] Si a ello le sumamos que la mayoría de detenidos por «delitos» migratorios terminan en una cárcel privada, podemos deducir que los empresarios han encontrado un mercado rentable. También los consejeros de Wall Street recomiendan al público comprar acciones de compañías de prisiones privadas, como CCA y GEO. […] Mientras la tasa total de prisioneros ha aumentado en un 50%, la población carcelaria en centros privados ha crecido en un 350%, revelan estadísticas federales. Según el director del grupo Más Allá de las Rejas, Jesse Lava, los estudios muestran que si alguien tiene una prisión privada y un contrato con el Estado o el gobierno local, tiene asegurado un número de ocupantes en sus instalaciones, con independencia de que la criminalidad baje o no. El interés de los gobiernos locales se debe a la riqueza económica que produce el sector. En Estados Unidos, las cárceles emplean a más personas que la General Motors, Ford y Walmart juntas».
No menos beneficiarios de este gran pastel que supone la ilegalización son el ejército, las fuerzas de seguridad –que necesitan gran cantidad de dinero y efectivos para combatir a los cárteles y pequeños traficantes y consumidores–, el sistema judicial –donde se juzga a toda esta gente en los tribunales–, el sistema sanitario-farmacéutico, las aseguradoras y por supuesto el sistema bancario, donde se lava el dinero manchado. Con tantos intereses en juego es evidente que el narcotráfico tiene el futuro asegurado.
Insisto, sin un cambio drástico en el sistema de valores, sin una r-evolución de la educación, la corrupción y la criminalidad seguirán siendo nuestra dictadura.