Hace unas fechas publicaba en esta Revista un artículo titulado “El humor condenado a muerte”, en el que analizaba los luctuosos hechos acontecidos en Francia a raíz del atentado al semanario satírico Charlie Hebdo y los condenaba sin paliativos.
Los acontecimientos en cuestión invitaban e invitan a reflexionar sobre el alcance y, en su caso, límites, de la libertad de expresión.
Ciertamente, la libertad de expresión constituye, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) “uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática, una de las condiciones primordiales de su progreso y el desarrollo de las personas”.
También es cierto que en los países democráticos la libertad de expresión figura en los textos jurídicos más elevados con rango constitucional.
Igualmente, los instrumentos internacionales consagran la libertad de expresión en un lugar eminente; así, el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 19 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, y también el artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos, que, precisamente en su frontispicio, proclama que “toda persona tiene derecho a la libertad de expresión”.
Pero, a diferencia de otros derechos que se enuncian con carácter inderogable, la libertad de expresión no es un derecho absoluto.
El propio TEDH, aun reconociendo que está permitido recurrir a una determinada dosis de exageración o incluso de provocación, es decir, ser un poco inmoderado, matiza que debe cuidarse no superar algunos límites en relación, en particular, al respeto de la reputación y de los derechos de terceros, sin que tampoco se pueda exhortar el uso de la violencia ni practicar un discurso de odio.
Admitamos, pues, a efectos doctrinales, académicos y jurisprudenciales, que la libertad de expresión en los países occidentales democráticos está configurada en términos muy amplios –no tanto como pretendía el director del semanario, que reclamaba el derecho “a bromear sobre lo que le plazca”-, casi absolutos, y que, por tanto, debemos reivindicarla y defenderla.
Ahora bien, ¿somos concientes de que el ejercicio de ese derecho en los términos en que se está haciendo está desembocando en la masacre de miles de personas en India y Pakistán por parte de los musulmanes por el mero hecho de ser cristianos, como medio de vengarse del modo en que se ejerce la libertad de expresión en los países occidentales, en especial por la ridiculización del profeta Mahoma, especialmente prohibida por el Corán?
Dice el aforismo que “quien usa de su derecho no daña a nadie”, pero la doctrina jurídica ha construido la teoría del abuso de derecho que se da cuando el titular de un derecho actúa de modo que su conducta concuerda con la norma legal pero su ejercicio resulta contrario a la buena fe, a la moral, a las buenas costumbres o a los fines sociales y económicos del derecho. Se da igualmente el abuso de derecho cuando este se ejercita sin utilidad alguna para su titular y causando daño a terceros.
Soy consciente de que el humorismo gráfico reclama irreverencia, pero todos deberíamos serlo de que el ejercicio de la libertad de expresión en los términos en que se hace en los países occidentales no se juzga con los mismos criterios en los países de religión musulmana, y quienes pagan las consecuencias son personas indefensas por el mero hecho de ser cristianos.
Creo que esa es razón suficiente para que abandonemos el debate académico y no hagamos recaer sobre nuestras conciencias más hechos luctuosos.
Ridiculizar una religión so pretexto de que nadie puede impedirlo porque estamos ejerciendo un derecho, cuando de ello se derivan actos de violencia con resultado de muerte, está más cerca –a mi juicio- del abuso de derecho que del ejercicio legítimo de un derecho.
Además –y esta es una opinión personal, al igual que la anterior-, yo todavía no he sido capaz de encontrarles la gracia a las viñetas controvertidas, quizá porque el humor que tratan de representar es tan sutil que yo no lo pillo, o porque soy landista y tengo un sentido del humor que utilizo para reírme de mis propias desgracias y no de las ajenas.
Coincido, por tanto, con el Papa Francisco cuando afirma que “en la libertad de expresión hay límites”, que “no se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás”, y también coincido cuando proclama que “matar en nombre de Dios es una aberración”.
Me reconforta saber que el Papa está conmigo.