Un peligro llamado Putin

Rusia a lo largo de su historia ha sido un enigma de la razón, y a la vez fuerza telúrica antes  las adversidades.

 

Si camináramos en línea recta poniendo como fecha de salida el Principado de Kiev hasta el presente, nos daríamos cuenta de que no hay una sola Rusia, sino muchas, al ser esa inmensa tundra dividida por los Urales un amasijo de razas y pueblos, cada uno con su propio estilo de vida, lengua y costumbres.

 

En pocos lugares del planeta las palabras de Milan Kundera son tan  certeras: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”, siendo esa la causa generadora en las tierras del Don y el Volga de sus escritores-monstruos, seres excepcionales con una misión  sagrada: “estar siempre con su pueblo donde su pueblo estaba siempre por desgracia”, en verso traspasado de angustia en  el  “Réquiem” de Anna  Ajmátova.

 

Vladimir Putin coloca sobre aviso a los que no se hayan enterado de su ansia de poder y su talante arbitrario. No es demócrata ni aspira a serlo. Gobierna mediante la intimidación y la manipulación de las urnas.

 

 Su manotazo a Ucrania desvalijándole  a Crimea -  y va hacia otras tierras del país -  ha sido un zarpazo de oso. Y Europa ahí, agazapada, diciendo Angela  Merkel y Francois  Hollande – reunidos con el presidente ucraniano Petro Poroshenko  y después con Putin – que no le pueden dar armas para ayudarle y requiriéndole un plan de paz con Moscú. Es la vieja política del cerote. Los mandatarios de Alemania y Francia saben  que el autócrata  Putin no cederá ni un ápice, hará algunas concesiones, pero hasta ahí. Su política de expansión es quedarse con la mitad de Ucrania de la que expresa una y otra vez ser parte “inseparable” de la madre Rusia.

 

El  mandamás moscovita asume proyectos muy sólidos que le pueden encumbrar  a ser el nuevo zar, y parece que lo está consiguiendo al tener al apoyo  de la poderosa iglesia ortodoxa.

 

Putin ingresó al Servicio Secreto soviético en 1975; vigiló extranjeros y en 1985 fue destinado a Alemania del Este como agente. A su regreso fue vicealcalde de San Petersburgo, y en 1996, lo llamó Yeltsin  a Moscú.

 

En cuatro años cambió su vida. Pasó de las sombras a la luz del Kremlin. Todo un misterio. Igual que su vida. Tras ello, le inventarán una historia oficial. Rasgos nuevos, gestos limpios, credenciales políticas, sapiencia diplomática. En eso la antigua KGB  siempre ha sido aventajada experta. 

 

Toda la existencia  adulta de este espía  de la Stasi, la policía secreta de la antigua Alemania Oriental, transcurrió en el KGB, y eso imprime, como un sacramento, un especial carácter para toda la vida. Lo cuenta un experto que conoció a fondo los pasillos de la Lubianka: “ La imagen de marca del KGB es un fuerte espíritu corporativista, una cierta manera de ser deportiva y ascética, un verdadero culto a la idiosincrasia estatista y, sobre todo, una tendencia a dividir a las personas en “amigos” y “enemigos” del Estado”.

 

Acostumbrado a obedecer, fue un perro faldero de Boris Yeltsin. En ese aspecto, todo lo hizo bien. Jamás preguntó ni insinuó nada y lo más importante y valorado: consiguió, trabajando como un gatopardo, mucha información comprometedora contra los adversarios del presidente beodo, protegiéndolo así de seguras investigaciones de corrupción.

 

Con todo posee algo que le destaca: carisma, lozanía, una atracción personal  que infunde confianza. Habla poco, lo necesario, y escucha mucho. Como no está preparado intelectualmente, sus profundos silencios le dan un aire de sapiencia.

 

Su método de más éxito ha sido la guerra de Chechenia. Mientras la Europa de la OTAN atacaba despiadadamente Yugoslavia por el caso Kosovo, y  Milosevic era considerado un criminal, Putin recibía de Occidente el apoyo cómplice.

 

En ese momento existía una razón: salvar la débil democracia rusa. Y el hombre, tras la muerte de  Yeltsin, era Putin. No había otro en ese minuto histórico.



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