La situación financiera de la Grecia actual era neurálgica, y aunque la Unión Europea intentara hacer haga esfuerzos para mantenerla a flote, el sacrificio de Atenas durante estos últimos meses ha sido terrible. Se vio obligada a apretarse el cinturón de manera espeluznante, y eso ha traído el resultado de las elecciones del domingo. Gano, ya es sabido, la extrema izquierda, y su partido Syriza, rozó la mayoría absoluta. El vía ahora no será de rosas, pero algo es seguro, la Troika que mantenía el control de la Unión Europea, tendrá que hacer esfuerzos ante un desafío que no pronostica ningún camino de rosas.
La Gracia actual es un país desde hace escasamente dos siglos, y aunque la historia de esa tierra es el propio pensamiento de la civilización y su pasado ha marcado toda la estructura moral de occidente, el sendero ahora abierto esta entre la incertidumbre y la esperanza. La historia no cambia, los actos humanos, de una manera u otra son siempre entre la lucha y la esperanza. Veremos cual telón se levanta y que obra de Esquilo se representa.
Hay algo alzándose como un sentimiento moral ante esa nación de naciones: “Todos somos, un poco o un mucho, griegos”.
La tierra del Peloponeso, tal como la conocemos hoy, es la sangre mezclada con muchas otras; siempre ahí, imperecedera, madre de las raíces más profundas de cada uno de los valores humanos.
No importa que primero fuera jónica, después de los dorios, pues los griegos, con Atenas y Esparta, han sentido como propia la unidad étnica y espiritual que los ha mantenido, por encima de la propia tumba, dentro de una razón de ser como pueblo.
Más tarde la vivencia se volvió polvo. Rotas las antiguas alianzas, le fue fácil a Roma usurpar la hermosa leyenda grecolatina de los mitos, marcadores imperecederos de esos otros “mythos” reflectores de nuestra esencia de hoy.
Eran los tiempos en que los dioses nos explicaron la razón del Cosmos. Zeus, Dionisio, Apolo, Hera, Afrodita y otros, fueron grandes por la llana y simple razón de haber sido antes profundamente humanos.
Lo hemos dicho y es necesario repetirlo: Sin darnos cuenta, todos somos un poco griegos y mamamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre universal: el diálogo. A cuenta de él, germinó la filosofía y todo el aparataje espiritual que nos cubre.
Jorge Luis Borges nos cuenta cómo unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Egregia Grecia el mejor atributo que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo.
“La fe, la certidumbre, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orden; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica.”
Es más, sin esos pocos griegos conversadores, la cultura occidental es inconcebible.
Lo mismo acaecería con la palabra: estaría hueca, y las alucinaciones morarían en nosotros estériles antes de poder realizar la entrega epicúrea con las divinidades que, en noches de vino en vasijas de barro de Creta, nos ayudaron a convertirnos en seres humanos, a los pies de las Cariátides en la Acrópolis.
En el libro “Biblioteca de clásicos para uso de modernos”, un diccionario personal sobre griegos y latinos, su autor, Luis Antonio de Villena, nos recuerda que sin los griegos y romanos antiguos seríamos muy otra cosa de lo que somos: “Más pobres, sin duda”.
Petronio afirma: “El espíritu desea lo que ha perdido”. Ojalá cada uno de nosotros sintiéramos eso ahora mismo cuando la situación actual de Grecia es un remolino de titubeos.