Un artículo leído en “La cuarta página” del diario “El País” de Madrid, nos hizo retornar a dolientes realidades, a males cada vez mayores y una tolerancia que añejas raíces han ido desformado el sentimiento y el ser de Europa.
El escritor Jorge Volpi, con el título “La sumisión y la sangre”, nos enfrentó a una hilarante parodia que se hace en la última novela de Michel Houellebecq, mostrando en ella una satírica burla de Francia al revestirla de un gobierno islámico.
La magra imitación no es tan desatinada en este tiempo de valores despedazados, con imposiciones religiosas que cercenan gargantas y una incomprensible acción que viene negado a la civilización democrática los valores enaltecidos tras siglos de considerables sacrificios.
Es cierto: la política suelen formar malabarismos con intención de complacer a todos sus electores, y al final, lo que terminan haciendo, es levantar galimatías atiborradas de conceptos ideológicos aberrantes.
Lo sucedido ahora en la cuna de Molière no es nuevo, ha tenido un principio – una década - cuando los musulmanes menos tolerantes decidieron, tras una disposición del entonces gobierno de Jacques Chirac, de que si sus mujeres no podían llevar en los liceos el velo, tampoco se debía permitir colgar en las aulas el crucifijo. Es decir, una nación con tres mil años de fe cristiana, cedió su legado histórico ante el chantaje de unos pocos fanáticos.
Algo similar – colocar la cruz - no acontecería ni por asomo, en ningún país islámico, al ser en la mayoría de ellos la tolerancia religiosa cero al cuadrado.
Meses más tarde, al firmarse el texto de la constitución de la Unión Europea, la Carta Magna de los 25 países – en la actualidad hay 28 - nos sonrojamos de vergüenza al no ver en ella ni una sola mención basada en la esencia cristiana del viejo continente.
La decisión fue absurda y vejatoria, demostrando con ello la mezquindad de una sociedad vil e ingrata a su inmortal pasado.
No se olvide: la historia de Europa pervive imbuida de profunda esencia cristiana, y no reconocerlo – o dejarlo pasar – es un acto de decadencia moral, un olvido imperdonable y un manotazo a una convicción que ayudó a forjar la integridad cultural de Occidente, destacando en ella esas sorprendentes catedrales cuyos maestros picapedreros, con sus ábsides, rosetones, patios conventuales, colmaron de cántaros de luz el espíritu imperecedero de nuestras tierras.
Desde el inicio de los concilios de Letrán y Nicea, convocados a nombre del emperador Constantino entre los años 313 y 325, la Iglesia de Cristo comenzó a estar presente a través de una compleja red organizativa en la parroquia, continuaba en la diócesis y concluía en el Pontificado de Roma.
Se podría hablar de miles de aportaciones del catolicismo al resurgir de la actual Europa, y aún así sería suficiente una para catalogar su inmensa valía: en la llamada Baja Edad Media, el cultivo de las letras y, en general, el saber, se refugió en los monasterios. Allí, tras sus muros, se salvó de los alocados vandalismos que imperaban por doquier.
En esa época de oscurantismo, una de las ocupaciones de los monjes fue la copia de textos, práctica que subsistió hasta la llegada de la imprenta. Sin ese aporte, nuestros conocimientos de hoy estarían truncados.
¿No sería suficiente este hecho para reconocer en la Constitución Europea el aporte del cristianismo a nuestra historia común?
Ante lo comentado hasta aquí, la novela de Houellbecq, con el rótulo – y nunca mejor dicho – de “Sumisión” en la que termina gobernando en Francia el Islam con la derecha más recalcitrante, y el ministro de las universidades permite que sus profesores “elijan tres o cuatro esposas entre las estudiantes”, y arrinconar el cristianismo, sacarlo de la propia Carta Magna o asesinando en nombre de Alá a una docena de caricaturistas, es el comienzo de una ignominia y un inmenso reguero de sangre.
O Europa vuelve a sus raíces basadas en los valores de la civilización republicana o nos hundimos.
Ya una parte amplia de ese barco se halla encallada.