En esto creo

Nos hallamos en Rabat - perennemente cuando brota alguna llagada  en el alma regresamos a esa ciudad de tantas sensaciones vividas - y entre los viejos libros, compañeros de viaje  que nos acompaña una vez más,  el ya clásico “En esto creo” del mexicano Carlos Fuentes.

En sus folios,  al decir de la crítica especializada, renace un acto de fe humanístico “bitácora  de vuelo de las grandes ideas”, diario de un caminante, sendero de un alma que hasta el último minuto  de su existencia en la tierra, buscó la respuestas que hace al hombre imperecedero por encima de las tumbas y los olvidos.

 

Lo mismo que el primer día que nos enfrentamos con pasión a esas cuartillas, Carlos Fuentes nos volvió a ofrecer los  retazos sorprendentes  de una autobiografía interior.

 

Con esas páginas se va recorriendo la vida misma saliendo a borbotones entre los poros de las vivencias.

 

Comienza en la A de amistad y finaliza con  la Z de Zurich, la ciudad Suiza que, como a Jorge Luis Borges, en cierta forma le forjó en el conocimiento positivista sin convertirlo, como dice, “en reloj de cucú”, pero sí le ayudó a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia el deseo de un cuerpo joven, por encima del aliento encendido e intelectual.

 

Sucedió una noche lejana frente al lago Leman convertido por unos momentos en la playa Lido de “Muerte en Venecia”, cuando el demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual joven Tadzio.
En mitad de ese recorrido por el alfabeto interior del autor, me paré, casualmente, en la letra R, y allí estaba la voz Revolución, una expresión y un contenido social muy lejano de mis propias afinidades humanas, pues me asusta la pólvora y siento horror por esos bruscos cambios traumatizantes de los que han querido voltear el mundo, y siempre han dejado un interminable reguero de sangre, miedos, dudas y destrucción.

 

Creo firmemente con los años - y he cruzado el Rubicón de mi propia supervivencia sin enmienda ni regreso - que solamente a un alborotador de postín, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, pues como dice el propio mexicano, es el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.

 

Los conflictos bélicos con centenas   de muertos de ahora mismo son herencia de la raza humana. Su razón de ser.  Comenzaron con ellas  los reyes de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento escrito, inventado o soñado por Agamenón y Homero.

 

Uno aprende poco y el pueblo, con frecuencia, menos; éste suele correr iluso, como viento en desbandada, tras palabras encendidas, y cuando trasluce algo amargo, ya es demasiado tarde para volver a regresar al encuentro de sus pasos perdidos.

 

Un ejemplo es John Reed, el americano enterrado en las murallas del Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú, tras los hechos sucedidos en octubre de 1920. Él creyó, como miles, haber formado parte de la mejor revolución No fue posible. Hoy miles de exaltados hacen lo mismo

 

Se evaporó dejando millones de muertos y una nación devastada sobre los helados surcos de un inmenso gulag.

 

Retorno a las páginas de Carlos Fuentes, la tarde se va  apagando sobre la Torre de Hassan  y la ciudad de Rabat comienza a vivir su propia noche de todas los jornadas; serena, calmosa, al ser la velación de los ojos de Alá.

 



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