Un año más ¡Cuántos se han ido!

Todo parece repetirse una y otra vez en nuestra existencia mundana.   Ella es un  tiovivo dando vueltas irreversibles sobre la angustia, la soledad, el tedio y el olvido. En exiguos momentos roza la bruma del afecto, lo envuelve con el polvo de ensueño, hace temblar el aliento, encogerse la piel, aletargar la mirada y uno lo recubre de un nombre sonoro, tierno, quebradizo y  sublime: amor.

 Lope de Vega y Carpio, cuando se trata de pasión lo expresa en uno de sus famosos sonetos:

“Esto es amor, quien  lo probó lo sabe”.

 Era una mañana adormecida anunciando  lluvia, mientras  las nubes formaban cúmulos grises. Esa imagen  nos devuelve a la memoria  un día tal vez como hoy  - sentados en la arena de la playa  de Malvarrosa frente a la casa de Vicente Blasco Ibáñez a orillas del Mediterráneo -  vientos aullantes y cuajados de hielo. 

 En aquella tierra de lo Balcanes,   los tilos estaban alicaídos, el arce con sus anchas hojas parecía hacerle sombra a los castaños que franqueaban el bulevar. Entre los aleros algunos mirlos. Los pausados  tranvías, con ese ruido tan propio,  iban y venían delante del hotel Metropol, en una ciudad de Belgrado entumecida, y lo hacían con el paso cansino  del  hierro viejo.

Ella vestía un sencillo conjunto de raso azul y sus hombros los cubría una chaquetilla de lana hecha a mano, de esas que ancianas mujeres venidas de los pueblecitos de las llanuras del Sava, tejían permanentemente a la entrada de la fortaleza en el Parque de Kalemegdan.

 Estaba linda. El rostro transparente, los labios limpios. Sus ojos eran los mismos: gozosos, vivarachos, de un verde marino hondo. El apesadumbrado era  uno.  Regresaba a una ciudad aletargada y a un hotel todo recuerdos, ahora esparcidos por las comisuras del aliento. Ninguno de los dos éramos ya los mismos y sabíamos que  ese encuentro sería el último. Y lo fue. Creo haberlo contado en otra ocasión, pero hay recuerdos que, como la brisa en las noches serenas, regresan siempre a refrescar la frente.

    Esa muchacha, cántaro de agua para unos labios con sed,  llamada Vera - el nombre femenino más hermoso en lengua eslava - penetraba en  el claroscuro de mis amores clandestinos, esos que si unos los roza con la mirada,  hieren.

  Nos sentamos en el bar para reconfortarnos. Como en otras ocasiones, licor de guindas para los dos. Las despedidas dejan escozor en la membrana del ánimo. Una hilera de fotografías en las paredes ofrecía un panorama de los tiempos gloriosos del hotel, cuando  el Mariscal Tito venía triunfante a recibir en estos salones  con olor a alcanfor rancio, a sus más importantes huéspedes.

 Algunas  de las figuras estaban rasgadas: alguien, con ira,  les punzó  los ojos, y eso se podía interpretar de dos formas: adoración u odio.

  Suele ser frecuente en las iglesias ortodoxas  eslavas que los creyentes, con los dedos, palpen, una y otra vez en plan de devoción, los ojos de los santos hasta dejarlos ciegos; dicen que eso da buena suerte y ayuda ante las graves enfermedades  de la mente.

 Acerqué mis dedos y rocé los ojos de Vera: “Para que no me olvides”. Ella hizo lo mismo con los míos  humedecidos y quejumbrosos.

Era la hora de la partida. El hotel todo él era una despedida. Con ese adiós dejaba una ciudad, un país  y  una querencia.

 Ya comenzados estos primeros días de enero he seguido leyendo unas admirables memorias de Isaac Bashevis Singer, en cuyas páginas el amor y el exilio se contraponen, hacen sufrir,  y dejan un lejano deseo de esperanza furtiva. 

Son esas cuartillas la perpetua vida saliendo al encuentro  de nuestras evocaciones   ya mohínas y cansadas.

Un año se  fue   irremisiblemente. ¡Cuantos se han ido!



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