Se pone hoy en un periódico digital en duda si “regresaremos” a la crisis del 2008. Y a mi vez le preguntaría al autor del suelto si de verdad cree que salimos en algún momento de la crisis del 2008. Que viene de la que se fraguaba a fines de siglo y de milenio, cuando las consecuencias de la caída del muro y las promesas de felicidad que entonces nos hicimos se conjugaron y nos inspiraron el disparate de confabularnos para venir a esta encrucijada múltiple del laberinto.
Estamos, diría Pero Grullo, donde estamos. Y añado que estamos atrapados en una deuda imposible de afrontar y pagar.
Digámoslo de una vez. La humanidad, en su conjunto y en proporción a los medios de cada cuerpo social, gastó su dinero, el probable, el posible e imaginario puro, tal vez materializable allá en el tiempo de madurez de nuestros biznietos. Ahora todos debemos una cantidad inalcanzable, de que ni siquiera cabe responsabilizar a hijos, herederos y descendientes.
Tenemos que acordar, como corresponde a tiempo de suspensión de pagos como el que nos acongoja, aparte de la espera de una quita razonable y una espera posible, el agujero de la parte de deuda que no podemos ni podremos pagar nunca.
Y tener previsto para el momento siguiente al necesario acto de reconocimiento y al pacto de condonación generalizada y proporcional correspondientes, unos modo de vida y gasto diferentes y más racionalizados y austeros que los que nos trajeron a esta a la vez grotesca y triste situación.
Porque es que, además de haber creado administraciones insostenibles, no gastábamos en lo útil o necesario, sino en lo inútil, banal y hasta perjudicial para los intereses sociales. Derrochábamos sin ton ni son. Echemos cuenta de lo que cuesta una cadena de televisión y del número de las que hay por kilómetro cuadrado, lo que se paga por anunciarse en ellas, lo que se derrocha para que el triste espectáculo se mantenga, ribeteado de curiosos personajes cuyos méritos se miden en garrulería o en impudor, lo que se va en formar un equipo de fútbol para ganar necesariamente o en publicar el mosaico de medios que ya no saben qué regalar e inundan el kiosco de periódicos y lo convierten en microzoco. Eche usted una ojeada a la carta inverosímil de esa ratonera donde le cobran cada bocado su peso decuplicado en oro y cada botella como si contuviese la esencia última del néctar, pero usted se va sin comer ni beber, supuestamente satisfecho de haber degustado la última sutileza del capricho imaginativo del chef.