Los que ya acumulamos algún trienio, recordaremos El Caso, aquel semanario especializado en noticias de sucesos que relataba crímenes y episodios trágicos y desagradables de la España de la posguerra.
El Caso fue, además, trampolín a la fama de una insigne generación de periodistas expertos en la crónica negra de entre los que sobresalió Margarita Landi.
Margarita, nació en Madrid en 1918 y falleció en Asturias en el año 2004. Fumadora de pipa, la apodaron “la rubia del descapotable” por el color de su pelo y por el vehículo que conducía.
Sus crónicas describían con toda precisión los macabros detalles que habitualmente acompañan a todo asesinato que se precie, pero siempre obtenidos del informe del forense o de testimonios contrastados de testigos o familiares. Nunca añadió ni restó por su cuenta dramatismo a los hechos que relataba.
El Caso cerró en 1997, pero tiene muchos imitadores, aunque como siempre que se plagia, la copia es de menor calidad.
En la actualidad, no hay periódico que se precie que no dedique parte de su portada y muchas hojas interiores al “crimen” de moda de nuestro tiempo: la corrupción. Pero a diferencia de aquellos reportajes de la vida de los bajos fondos y sus resultados lesivos, expresados en términos asépticos y objetivos, las crónicas actuales están cargadas de subjetivismo e intenciones que evidencian de qué pie cojea cada medio. No se nos proporcionan noticias sino opiniones cuya ubicación más adecuada sería en la sección de Cartas al Director.
Pero lo más preocupante es que dentro de esta ola de moralina que nos invade, conductas que hasta ahora se venían aceptando como lícitas han pasado a convertirse de un plumazo en delictivas, olvidando que entre lo legal y lo ilegal hay un amplio espectro en el que el ciudadano puede desarrollar sus actividades sin incurrir en ilícito penal alguno.
Basta con que los medios se hagan eco de alguna de estas actuaciones, cargando las tintas sobre ellas para que, automáticamente, los interesados pasen a ser considerados sospechosos.
Da pena y vergüenza comprobar como los opinadores habituales, que han hecho de su presencia en las tertulias televisivas su medio de vida, opinan sobre todo, demostrando una ignorancia que raya en lo ofensivo.
Da igual que se hable de política, de economía, de derecho, o de relaciones internacionales. Todos, sin excepción, sientan cátedra.
Resulta también muy alarmante la influencia que esas tertulias -y los medios de comunicación en general- ejercen sobre determinados jueces que parece que actúan pensando más en obtener el placet de la opinión mediática que en hacer justicia, olvidando que su función no es ejercer la venganza social y que no se debe juzgar a las personas por lo que son, sino por sus actuaciones.
Más aún, algunos de esos jueces participan directamente en esas tertulias, olvidando también que solo deben hablar a través de sus sentencias y artículos doctrinales.
Hemos transitado de la nada al todo sin transición y hemos adoptado como lema el de “grita con los demás”, como único medio de estar seguro.
Como decía Aristóteles, la demagogia es la corrupción de la democracia.