Dos amigas, feas como brujas de cuentos de hadas se habían reunido en un bar y pidieron, al camarero que no era mucho más guapo que ellas, dos cafés.
Mientras se los tomaban charlaron animadamente, cotillearon, criticaron y planearon maldades.
Pasado un buen rato decidieron marcharse y caminaron juntas hasta el aparcamiento.
Una vez allí cada una cogió su escoba y, antes de despedirse acordaron el día y la hora en que volverían a reunirse.
A continuación se elevaron por el aire y sus siniestras siluetas se recortaron contra la luna llena que horadaba el cielo que, poco original como de costumbre se había vestido de negro.
Mi amigo Claudio y yo las vimos. Fue una noche en que nos sentó mal la cerveza que habíamos tomado.
Claudio creyó reconocer a su suegra en una de ellas. En esa época yo estaba todavía soltero.