El escritor israelí, nacido en Jerusalén en 1939, ha pasando la mayor parte de su vida en un kibutz, y al preguntársele de qué trata su obra literaria, lo dijo con una sola palabra: “familias”.
“Si fuera en dos, diría: familias infelices. Si fuera en más de dos palabras, tendría que leer mis obras”, añadió este hombre comprometido con el Proceso de Paz del Oriente Próximo.
Sus hermanos de sangre son los judíos. Sus hermanos de comprensión los palestinos.
Se puede leer su obra y percibir esa afectación hondando un poco más en su mundo “familiar” cuyos resortes marcan y cubren a un ser humano. Dos obras pudieran abarcar ese contorno unido a la heredad de sus raíces, miedos y anhelos: “Las tierras del chacal” o vivencias de un kibutz, y su “Una historia de amor y oscuridad”, en cuyas páginas de una forma lúcida, apasionada y apasionante, comprimió un telúrico círculo de su nada dulcificada existencia.
En esos folios va transcurriendo a ritmo de latidos del corazón y la sequedad de la saliva al volverse salitre, su infancia y juventud en la trágica existencia de sus padres. El relato del suicido de Fania, la madre, es un trova escrita como si narrara el movimiento lento de una ola antes de morir en la playa en el compendio existencial de una historia familiar de más de cien años.
La narración oscila hacia delante y atrás igual a las manecillas de un reloj de bolsillo que se atrasa y vuelve a caminar al compás de los pasos de su dueño. ta
O tal vez de la existencia misma.
Esas páginas autobiográficas invitan a mirar la esencia de una familia mientras se oye el eco de sus voces taladradas y tan cerca de nosotros como si respiraran a nuestro lado. Así se le escucha decir a la abuela, cual si estuviera mirando al trasluz de la ventana:
“Si ya no te quedan más lágrimas, no llores. Ríe”.
Igual hace Amos Oz, con la diferencia de ubicar en ello un afán perdurable con el deseo de que el olvido no forme nido en la trastienda del ánimo.
El sol perezoso de la tarde otoñal se inclina y desaparece en la atalaya del mar cercano. Una luna grande, de majada, se posa sobre la ciudad y su luz traspasa la espesa calina, mientras a esa hora de maitines los frutos en los árboles asumen sabor a sándalo, resina, humo de hierba reseca, olores paganos, canela y mirra quemada.
Uno cree – y lo acepta - que es parte del portento de la humana literatura.
Y así jugábamos en ese espacio tornasolado de crecidas ambiciones: a ser hombres enamorados sin descanso, con miedo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza. Y el mar, presente, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba serenamente por detrás de los cañales.
La poesía era ese entonces, no un arte en el clásico sentido del término, sino un ramalazo del alma, un hervir de la sangre, una forma de trasformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luz en noches profundas cerradas en lluvia.
Amos Oz abrió en nuestro ánimo - convertido hace años en lector de noches largas - las puertas de una nueva Eretz Israel y, como bien dice el propio escritor, “éste es el extraordinario milagro de la literatura”.
Cerramos estas cuartillas y abrimos otras, unas citas con los clásicos del norteamericano Kenneth Rexroth, que nos rebasa con un estilo directo y asombroso.
Sí, es cierto, Rexroth pertenece a la raza de gigantes en extinción, “un león de la literatura”.