(Dedicado a todos los que regalan su valiosísima amistad)
Hubo una vez un hombre inmensamente rico que vivía en un lujoso palacio rodeado de los más extraordinarios jardines que pueden comprar el dinero. Un día se enteró de que existía una flor bellísima que él no poseía. Muy contrariado por este hecho consideró inconcebible, llamó al importante y afamado diseñador de sus jardines y le exigió consiguiese para él esa flor bellísima, costase lo que costase. La flor en cuestión la poseía un hombre muy humilde que vivía en una pobre choza, así que el afamado paisajista fue a verle y le propuso con altanería:
—Oye, vengo a comprar esa flor tan especial que tienes. Ponle precio.
—Esa flor no tiene precio —dijo con admirable seguridad su interlocutor.
—¡No seas estúpido! —se enojó su soberbio visitante—. Esa flor la quiere el hombre más rico del mundo y puede ofrecerte una pequeña fortuna por ella.
—Ya le he dicho que esa flor no tiene precio —firme, insobornable, el modesto dueño de la flor maravillosa—, pues no hay dinero bastante en el mundo para comprarla.
—Todo tiene un precio, tu flor también —airado, echando chispas por los ojos el prestigioso constructor de jardines.
—No mi flor no lo tiene. Mi flor es la flor de la amistad y sólo se consigue ganándosela uno. Adiós.
El dueño de aquel suntuoso palacio consiguió a lo largo de su vida una numerosa corte de aduladores, de lameculos, de hipócritas, pero jamás consiguió un solo amigo de verdad como los que tenía el humilde dueño de la más maravillosa de cuantas flores existen.