Han pasado 25 años y pareciera que fue ayer. “No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya”. Lo señaló Cicerón. Diversos países que levantan con afán alevoso el colectivismo de las miserias inhumanas, debieran verse en esas aguas y aprender de tal abrevadero.
El Muro de Berlín ya no existe: queda algún pedazo pequeño. Ahí la ciudad cometió un pequeño desliz: debería haber dejado parte de ese armatoste de hierro y cemento como referencia a un pasado aterrador.
Hay una algarabía hermosísima en Berlín por lo que tiene de jovial, la llamada “Love Parade”, o festival del amor, que comenzó tras el derrumbamiento del muro con un desfile de doscientos muchachos por la avenida de Kurfürstendamm.
Ahora acuden miles venidos de todos los rincones del continente, y ocupan, durante dos días y sus noches, el espacio comprendido entre la Puerta de Brandeburgo y el inmenso Tiergarten, el gran parque de la ciudad. Es la vida libre renaciendo de nuevo.
En nuestra última visita nos hospedamos en el recuerdo, es decir, en un hotel emblemático que guarda una historia vivaz en sus amplios aposentos. Se trata del Bristol Hotel Kempinski, alzado en el incomparable paseo Kusfürstendamm. Existe desde 1897 y es un clásico.
Se le llama el hotel de la “guerra fría”. En él políticos, periodistas, espías, artistas y mujeres hermosas, crearon un ambiente de cine negro que aún perdura, pues aunque destruido por los bombardeos rusos y reconstruido en 1952, volvió a recuperar su antiguo esplendor. Actualmente sigue siendo cita obligada de los que acudan al Ku´damm. Tomar el té en sus salones es una ceremonia canonizada.
En esa urbe antiquísima levantada sobre una llanura inmensa - en ella se siente el viento de la estepa - cada turista puede escarbar en el Berlín de sus nostalgias.
“El Berlín de Bismarck o de Hitler, el Berlín donde ondea la bandera roja o el Berlín donde resuenan las notas del `Ángel Azul`, el Berlín de Gropius
o el de Gras”, como nos iba tarareando, con una musiquilla marcial, el guía que nos llevaba, casi en volandas, entre los ensortijados de una posguerra que ha durado hasta la caída de el Muro
La existencia de los berlineses está marcada por la historia reciente, y esa es la causa de que los edificios vanguardistas y modernos, el cine, los teatros y la puerta de Brandeburgo, punto álgido donde comienzan el Oriente y el Occidente, sean el encanto de una metrópoli irresistible cuya razón de ser es perpetuar el sentido de la libertad en su más amplia acepción.
El 9 de noviembre de 1989, hacia las 11 y 15 minutos de la noche, centenares de personas acuden a los pasos fronterizos divisorios, y en tropel, cual si fueran una migración de aves en busca del calor del sur, avanzan desde la parte oriental y rompen a tramos el murallón. Esa anochecida, Europa respiró aires nuevos, y el humanismo del continente, que había nacido en los cafés de la ciudad y fue borrado a sangre por el nazismo, volvió envuelto en bocanadas de brisa cantarina.
La lección del desplome de esa sinrazón es una e indivisible, y ya lo había expresado Cervantes cuatro siglos antes: “Por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
A la mañana siguiente de aquella noche en que el muro se hizo pedazos, la luz del día nació más esplendorosa en las llanuras del Este europeo tras estar oprimido vilmente comenzando el final de la II Guerra Mundial.
No es cierto por tanto que la paz empiece nunca.