García de Enterría decía, ya en el año 2000, que los dos grandes riesgos de nuestro tiempo son el clientelismo de los partidos políticos y la corrupción.
La mezcla de ambos está en el origen de la hemorragia de valores que aqueja a nuestra sociedad, desangrándola, convirtiéndola en un ser moribundo que necesita urgentemente una transfusión.
Pero, no lo olvidemos, la corrupción es un fenómeno generalizado que a lo largo del siglo XXI se ha convertido en una pandemia en la práctica totalidad de los ámbitos de gobierno y que ha generado una crisis de legitimidad del propio Estado.
La corrupción, como afirma Alejandro Nieto, no es más que la transposición a la vida política de un fenómeno que solo existe en la naturaleza. Los cuerpos naturales se corrompen cuando, deteriorada o desaparecida la energía que condiciona su existencia como tales organismos, se disgrega de sus elementos, se desnaturaliza y pasa a ser otra cosa. Perdida la vida, el cuerpo animal o vegetal sufre un proceso de corrupción y termina disgregado en gases y minerales.
Algo similar ocurre con los cuerpos sociales. Si las razones que justifican la existencia del Estado, de las comunidades autónomas, de los municipios o concejos es el bien común, el interés público, el bien de la colectividad, la confianza de los ciudadanos desaparece o se deteriora cuando asiste sistemáticamente a procesos de corrupción incompatibles con la democracia.
Se viene pensando que el modo de acabar con la corrupción es la aprobación de leyes de transparencia, de códigos éticos, pero se olvida que la corrupción acompaña al hombre como la sombra al cuerpo, y que la ética no es la solución.
La política dice: “Sed astutos como serpientes…”, pero la moral añade una condición limitante: “…e inocentes como palomas”. Kant quería creer que serpientes y palomas podían coexistir y que, además, predominarían las palomas. Un filósofo más realista añadiría: “Sí, serpientes y palomas pueden convivir juntas, pero a costa de que las palomas no concilien el sueño” (F. Thomson, 1998).
Hace dos años, le escribí una carta al Presidente Rajoy sugiriéndole una serie de medidas para poner coto a la corrupción, e incluso publiqué en una revista jurídica autonómica un trabajo con una propuesta de Código Ético y de Buenas Prácticas.
Ciertamente, dicho código contenía medidas éticas, pero su carácter de soft law (derecho blando) hacía depender su cumplimiento de la buena voluntad de sus destinatarios. Por ello, además, sugerí medidas más operativas centradas en la reconfiguración del sistema organizativo de las instituciones.
La propuesta era sencilla, de sentido común, y paso a exponerla sucintamente.
El sistema democrático se asienta sobre la división de poderes ideada por Montesquieu. Esta división de poderes trabaja correctamente cuando dentro de cada poder, y fundamentalmente dentro del poder ejecutivo, se respetan los postulados constitucionales, en base a los cuales el Gobierno dirige la Administración y los funcionarios desarrollan los procedimientos con sometimiento pleno a la ley y al derecho. Pero falla cuando esas funciones tradicionalmente asignadas a los funcionarios son atraídas hacia sí por los políticos.
La idea esencial para garantizar el correcto desenvolvimiento del sistema es que el vértice político debe limitarse a la formulación de los objetivos, a la asignación de recursos y al control del trabajo de los funcionarios. En Italia, país en el que también la corrupción prolifera, paradójicamente, para concretar la vía de la definición de objetivos y evitar que pueda convertirse en un pretexto para reservarse de hecho la gestión, se ha configurado un instrumento técnico específico, la “directiva administrativa”, que traza la línea de separación entre la función de indirizzo y la función de gestión. Además, se prohíbe que los ministros avoquen la resolución de casos específicos. Todo ello se presenta como una exigencia del principio de imparcialidad de la Administración (García de Enterría, 2000).
En la actualidad vivimos una democracia falsificada en la que formalmente existen controles, pero materialmente no se controla nada porque el órgano controlado designa al controlador.
Es preciso acabar con el sistema del spoil system, en base al cual se entiende que lo que se gana en las elecciones es el botín de la Administración.
No es este el lugar adecuado para hacer un análisis prolijo de las medidas a adoptar, pero el mejor antídoto contra la corrupción es recuperar en el seno de la Administración, y especialmente en la local, órganos de control efectivo que integrarían lo que denominamos “infraestructura de control de legalidad”, conformada por funcionarios independientes cuya carrera administrativa no dependa del político de turno. Para ello hay que echar la vista atrás y recuperar la figura de los tradicionalmente denominados “tres claveros”, Secretario, Interventor y Depositario, cuyas carreras administrativas se desarrollaban al margen de la política, a través del escalafón, a la vez que limitar los puestos de libre designación en las funciones de control y excluir al personal de confianza de la condición de empleado público, por cuanto que su incorporación al sistema es ajena a la Administración y, por tanto, su retribución debe correr a cargo de los partidos políticos.
En un ayuntamiento en el que existan como cuerpos nacionales un Secretario, un Interventor y un Depositario está garantizado el principio de legalidad y la adecuación de todos los procedimientos a la ley.
Cierto que en algunos escándalos de corrupción están involucrados funcionarios, pero siempre se trata de funcionarios de libre designación que, precisamente por serlo, son más permisivos con las actuaciones de la clase política.
Cuando hablamos de corrupción, siempre se nos viene a la mente aquella máxima que elaboramos, fruto de la experiencia, cuyo enunciado es: “No hay políticos corruptos sin funcionarios permisivos”.
En consecuencia, somos el producto de lo que quisimos ser. El problema no es solo ético, sino estructural.
Los escándalos de corrupción que, día sí, día también, salpican nuestra vida están propiciando que del gobierno del Gobierno se haya pasado al gobierno de los jueces, y eso es malo para el sistema porque rompe las bases sobre las que está estructurado, al margen de que, en ocasiones, los propios jueces, alentados por una opinión pública ansiosa de venganza, adoptan decisiones no siempre acertadas. A título de ejemplo, la imputación del Sr. Acebes con el único motivo de que alguien dijo que le dijeron que habían dicho, imputándole un delito que ni siquiera está tipificado en el Código Penal, sino que es una creación jurisprudencial, y presumiendo que su condición de jefe de personal sitúa a todos los estamentos inferiores en una relación de jerarquía, es una muestra clara de que en estas aguas turbulentas está permitida la captura de cualquier especie y con cualquier arte de pesca. Aun así, Acebes tuvo suerte, porque el juez Ruz motiva el auto, lo que no siempre ocurre.
Es triste comprobar cómo los partidos convierten la política de los escándalos en un arma para competir en la política de la información.
Es necesario que el Gobierno gobierne, que recupere la iniciativa y que adopte las medidas legales necesarias para implantar una auténtica infraestructura de legalidad que impida que se pueda dar un solo caso de corrupción, porque la corrupción, no lo olvidemos, solo es el término de una sucesión de compromisos, y si se evita que el que asume el compromiso tenga poder de decisión, habremos solucionado el problema.
Pero no todo debe ser pesimismo. La naturaleza nos enseña que la podredumbre alberga vida, la podredumbre es abono, y todas estas convulsiones que estamos viviendo deben dar lugar a una España más solidaria, más exigente consigo misma y menos corrupta.
Como afirma el Presidente del Tribunal Constitucional, Pérez de los Cobos, en una de sus máximas: “El agua estancada rebosa vida".