Por encima de la tumba

En nuestro último desplazamiento a la tierra del enebro solitario, el gorrión de vuelo y los pueblos apretujados entre los acantilados o asidos a las laderas de las montañas, nos hemos acercado a Sograndio, el lar de los recuerdos recónditos en un tiempo  en que la vida era llana y nítida.

 

 Siempre que tercia – aunque sucede  muy de tarde en tarde – al llegar a Oviedo   desde esta América lejana, una vez desparramados los saludos, realizados los encuentros pautados y recuperado algo del tiempo perdido, retomo el camino de la Tenderina hacia San Claudio –en un autobús, para ir despacio y saboreando el paisaje – al encuentro de Sograndio y las pequeñas parroquias circundantes. 

 

Una visita obligada es  la Iglesia de San Esteban - con ese capitel representando la crucifixión de Cristo como un todo dentro del románico asturiano - y otra al cementerio, los dos polos en la vida de un cristiano viejo como ya va siendo uno.

 

Cada vez que  eso ocurre,  regreso al mozuelo de entonces y me veo correteando por el camposanto, donde jugábamos al escondite entre las tumbas y los rastrojos. En aquel entonces la muerte era algo impreciso, lejano, casi etéreo.

 

La vida, serena y transparente, sencilla. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y comenzar, en solitario, las primeras escaramuzas del amor. Aquellos árboles erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, el mismo respeto imponente del monje trapense.

 

Una tarde de tantas – años por medio – retornamos a nuestra niñez perdida. Era un día esplendoroso de luz y  brisa. Bajo la sombra de un ángel de mármol, una mujer entrada en años, gruesa, con un rostro limpio de nácar, les recitaba con voz ronca a un grupo de imberbes del cercano Reformatorio Covadonga  un extraño pero encantador poema que los años no pudieron borrar de nuestro   sentimiento.

 

 Decían las desbordantes palabras -más que eso, guijarros húmedos y brillantes-:

 

"El planeta tierra / debería llamarse planeta agua. / En la tierra hay más agua que cuerpo, / En el cuerpo hay más cuerpo que alma. / En la tierra hay más peces que aves, / En las aves más plumas que alas."

 

 Era el amor a la vida toda explicado con una entonación afectiva incomparable.

 

Noches o años después, revisando un libro de Gloria Fuertes, tropezamos con  esos versos. Los ojos se llenaron de humedad al recordar la lejanía del tiempo ido.

 

 Uno vive del pasado, pues sin él no existiría el presente. Es el agua para apagar la sed de las experiencias que  han ayudado a forjar al hombre de ahora mismo.

 

Muy posiblemente todo sea igual y la vez diferente en esos campos de Sograndio. El muchacho de entonces, ya un poco más hombre y un tanto más viejo, mirará las fachadas,  buscará algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios de algo convertido más tarde en una especie de amor primerizo.

 

Habrá rasgos, congeladas sonrisas en algunos rostros, y será como ir al encuentro de los viejos cardos en flor.

 

La emigración me hizo ver a Asturias desde la perspectiva de lo lejano, lo brumoso, lo casi inalcanzable, y cuando de tarde en tarde voy a los  surcos de mis mayores donde en alguna desnuda espadaña hay aún la vivencia de ni niñez, me doy cuenta de que  estos campos han crecido y germinado como los buenos avellanos.

 

Mientras, el cuerpo es más viejo, las ideas se hace sedentarias y Asturias sigue haciendo su propio camino en una historia  de anhelos incontables.

 

La tierra, los surcos, esos riachuelos y los prados inclinados, tienen más vida que el ser humano.

 

Y pienso, que es mejor así. Nosotros pasamos, los prados quedan como las nubes, la lluvia, el sol y la esencia  de ser por encima de las tumbas.



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