Volando sobre los esteros del cielo, vamos en un avión ruidoso al encuentro de la orilla del mar de las mil hazañas épicas, tierra en que la civilización europea se hizo occidental y la historia – dependiendo de quien la garrapateara, sufriera o inventara – se hacía gesta, esclavitud o pura quimera.
Una de mis tragedias personales es no tener ningún apego al mar. Habiendo nacido en un pliegue del Cantábrico, entre acantilados cortantes, olas embrutecidas y vientos locos cargados de salitre, ese manantial inconmensurable me sabe a lejanía, bruma sin contornos, ausencia inexorable.
Soy hombre de secano, miedoso y tímido, un niño que mira con ojos asustadizos el malecón de la inmensa playa en forma de herradura en el Gijón de mis querencias furtivas, una masa azulada, furiosa, que viene arremolinada a mi encuentro. Aúllo y nadie escucha, pareciera que tras la luz gris y cansina impregnada contra los arrecifes de la costa, el día formara parte de esas pinceladas quejumbrosas de Edgard Munch en “El grito”, el lienzo que más angustia humana encierra.
Todos esos terrores primerizos se nos han venido de golpe ante la tragedia del submarino ruso Kursk y la odisea de los marinos que con espantoso miedo se ahogaron dentro de un cascarón de hierro.
Aquí ni los relatos con proas relucientes y mástiles fosforescentes de Julio Verne con el capitán Nemo a su lado dentro del submarino Nautilus, ni Emilio Salgari por los mares del Sur, o Robert L. Stevenson en su isla del tesoro, no hacen amainar ni un ápice el creciente espanto que sentimos ante una tragedia donde el destino cruel, la desidia y un mal entendido “secreto de Estado”, hicieron del hundimiento una torpeza humana de proporciones gigantescas.
Joseph Conrad, el escritor de los más estremecedores relatos marinos - pues no en balde dedicó veinte años de su vida a recorrer los océanos y puertos del mundo- decía del mar - para él, la mar, en femenino -, que es “incierta, arbitraria, impávida y violenta... con algo de inane en su serenidad y de estúpido en su ira, que es infinita, omnímoda, persistente y fútil...” Quien haya pasado horas en lo alto un promontorio sabe muy bien de esa certeza.
En el Aerobús, a veinte mil pies de altura, volvimos a pasear sobre ese amor de Darley por la enigmática Justine en “El cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrel. La tetralogía la habíamos leído el pasado verano lejano, mientras hacíamos un pequeño recorrido por los bajíos de la albufera valenciana.
Es hermosa esta zona valenciana. ¡Son tantos los recuerdos hablando de ella en las páginas de Vicente Blasco Ibáñez!
"Cañas u barro". Dios os bendiga.