Decía Charles Aznavour en unas recientes declaraciones que la jubilación era la antesala de la muerte.
Personalmente discrepo de tal afirmación. La jubilación es la antesala de otra vida o, mejor, de otro tipo de vida que puede ser más placentera que la vida laboral. Todo depende de la mentalidad de cada uno, de su actitud y también, por qué no decirlo, de las disponibilidades económicas.
Lo cierto es que hay personas que participan de la misma filosofía del admirado cantante francés y retrasan su jubilación “por si acaso”.
Quizá quien mejor encarna esa tendencia es Josefina Clemente, que regenta una tienda de ultramarinos en la calle Mon, nº 31, de Oviedo.
Las tiendas de ultramarinos son una reminiscencia del antiguo Imperio español. Se trata de pequeños establecimientos comerciales, así llamados porque estaban especializados en vender productos que venían de ultramar, de las colonias españolas en América. Han ido desapareciendo como tales y los pocos que aún no han sido fagocitados por los grandes establecimientos comerciales han enfocado su actividad a la venta de productos alimenticios al peso, a granel, latas de conserva, comida envasada, leche, huevos “de casa”, pan, todos ellos de calidad. En determinados barrios, las tiendas de ultramarinos son locales entrañables que mantienen una peculiar forma de comprar y relacionarse. Verbigracia el de Chelo y Jovino, del que ya me ocupé en ocasión anterior.
La tienda de la que hablamos fue fundada por el abuelo de Josefina –Fina, como le gusta que la llamen–, Sabiniano Clemente, el once de noviembre de mil novecientos cuatro, cuando tenía treinta años, hecho del que da fe el contrato de arrendamiento suscrito con la misma fecha con el propietario del inmueble.
Fina es orgullosa heredera de la actividad de su abuelo, a la que sigue dedicándose desde hace sesenta y un años, cumplidos ya los ochenta y cinco años de edad. ¡Envidiable!
La jornada laboral de Fina comienza muy temprano. A las ocho de la mañana ya está en la tienda y permanece en ella hasta las catorce treinta. A las dieciséis horas reanuda la actividad y la concluye a las veintiuna horas.
Su trabajo no se limita a despachar: lleva con minuciosidad el inventario de la enorme variedad de productos que tiene a la venta, así como una contabilidad casera que no obsta a la que con carácter oficial le confecciona un profesional.
Su carácter afable, su verbo fácil y su natural sociabilidad hacen que los clientes, además, sean amigos.
La gente no acude a la tienda de Fina solo a comprar, sino a disfrutar hablando, a vivir la experiencia de compartir unos minutos con una persona que encarna todo un ejemplo de laboriosidad, de amor y pasión por el trabajo.
Vende productos de calidad, de toda la vida, pero también experiencias asociadas.
De vez en cuando, con la excusa de comprar unas botellas de sidra dulce, paso a verla, a darme un baño de ilusión, una transfusión de alegría y de sentido común.
Si existieran muchas “finas”, a buen seguro que la preocupación por la viabilidad del sistema de pensiones dejaría de ser un problema.
No estaría de más que en los circuitos que se ofrecen a los turistas se incluyera una visita a la tienda de Fina. Es algo de lo que los ovetenses podemos presumir y sentirnos orgullosos.
Fina podría hacer suyas aquellas palabras de Bernard Shaw que, convenientemente adaptadas y aun a riesgo de contradecir a Charles Aznavour, dicen:
“La vida para mí no es una vela que se apaga. Es más bien una espléndida antorcha que sostengo entre mis manos y que quiero que arda con la máxima claridad para que sirva de testigo y ejemplo antes de entregarla a las generaciones futuras”.
Que así sea, admirada Fina.