Don Blas Posada, un industrial dueño de una empresa envasadora de aceitunas que siempre había destacado por su honestidad, altruismo y amor al prójimo fue elegido alcalde de su pueblo que, como en tantos otros pueblos existía una gran injusticia social, con unos cuantos ricos que vivían sobrados de todo y una mayoría de pobres que subsistían penosamente.
Una de las primeras medidas que tomó el nuevo primer edil fue reunir a las personas que no contaban siquiera con un puesto de trabajo que les aliviara con la ayuda de un pequeño sueldo la miseria que padecían y les preguntó si estaban dispuestos a trabajar duro para ellos. Todos a coro le aseguraron que su mayor deseo era tener una ocupación que les permitiera llevar una existencia decente y les cubriera las necesidades básicas.
Entonces don Blas dividió en parcelas todas las zonas verdes y jardines públicos del municipio, y entregó una de esas a cada familia. Y para los que no sabían, puso a su disposición unos instructores que les enseñaron a cultivar la tierra y a sacarle los alimentos que precisaban para alimentarse bien.
A partir de entonces, en ese pueblo, los desheredados de la fortuna en vez de admirar bonitas flores que no sirven para quitar el hambre al hambriento, admiraron como crecían sus cosechas y lo ricamente que se alimentaban gracias a ellas.
Las desigualdades que existen en el mundo se deben, recortándolo mucho, a cuatro virus malignos que atacan devastadoramente a los humanos: la ignorancia, la credulidad, el desagradecimiento y la codicia.
Transcurridos cuatro años en el pueblo de marras se celebraron nuevas elecciones. A don Blas le salió un rival que ambicionaba hacerse con el sillón de la alcaldía. Se llamaba don Creso y contaba con el apoyo y las simpatías de la inmensa mayoría de las familias burguesas del lugar.
En los austeros mitines que don Blas dio se limitó a decir que si le elegían de nuevo realizaría otros cuatro años de honrada gestión haciendo las mejoras que los modestos impuestos que cobraban a los ciudadanos les permitieran.
Por el contrario los mitines de don Creso fueron alegres, ruidosos y pródigos. Actuaba una orquesta con mucho ritmo y se ofrecía bebida y comida gratis. Unido a lo anterior, don Creso acusaba al alcalde que habían tenido de derrochador y de trincón. ¿Por qué acaso dudaba alguien de que el listo de don Blas no se llenaba los bolsillos con los ruinosos impuestos que todos ellos pagaban?
Los más pobres de esta comunidad fueron los que más se creyeron las calumnias sembradas por el aspirante a nuevo edil y que más disfrutaron de sus fiestas. Los embaucadores tienen fácil embaucar porque encuentran mucha gente crédula y mucha gente con el alma fácil de ensuciar. También fueron ellos los que más creyeron que el hombre que aspiraba a ser elegido iba a embellecer el pueblo como nunca lo había estado antes y procurarles una mejor vida, una prosperidad como nunca habían conocido antes. Se lo aseguraba él que era un hombre íntegro, que antes se cortaría una mano que hacerse con un céntimo que no fuera suyo.
Llegó el día de las elecciones y las urnas se llenaron de papeletas. Los amigos de ambos candidatos estaban convencidos de que iban a ganar. El director del único periódico de la localidad entrevistó a los dos candidatos. Y a ambos les hizo una misma pregunta principal:
—¿Espera usted salir vencedor de estas elecciones?
—Eso espero por el bien de nuestro pueblo —respondió don Blas.
—¿Qué va a hacer usted si pierde las elecciones?
—Dedicarle más tiempo a mi empresa y crear más puestos de trabajo.
Don Creso contestó lo siguiente a la pregunta de si esperaba salir vencedor:
—Por supuesto que espero salir elegido. A este pueblo que vivía aletargado lo he despertado yo, le he hecho ver que un alcalde corrupto les ha estado robando a manos llenas y ya es hora de que encuentren en mí, un hombre íntegro y generoso, el bienestar y la decencia que necesitan.
Cuando se terminó el recuento de votos quedó elegido alcalde por una considerable diferencia de votos don Creso. Este celebró su triunfo dando una gran fiesta en la que todos los habitantes del pueblo (menos don Blas y sus fieles partidarios, que se retiraron derrotados y tristes) bailaron, rieron y se divirtieron.
Fue la última vez que pudieron hacerlo los más humildes, pues al día siguiente de hacerse cargo de la Casa Consistorial, por orden del nuevo edil fueron echados de los ex jardines y ex zonas verdes y encima multados por ocupar tierras que pertenecían al erario municipal los privilegiados por el alcalde anterior.
Los desesperados embaucados aprendieron muy duramente que no es oro todo lo que reluce y que todas las promesas que se hacen en las campañas electorales nunca se cumplen. Y algunos de ellos no murieron de hambre porque amparados en la oscuridad de la noche se comían las flores de los bonitos jardines públicos corriendo el riesgo de que les cogieran cometiendo esta acción considerada criminal, por el nuevo mandatario del pueblo, y terminaran con sus huesos en la cárcel. ¿Quién dijo que, en Democracia, los pueblos tienen los gobernantes que se merecen?