En cierta ocasión una amiga de mi madre compró uno de mis libros y me pidió que hiciera el favor de dedicárselo. La complací con gusto y agradecimiento, pues para los escritores modestos vender un libro nos causa la misma satisfacción (o mayor) que para los escritores famosos vender diez mil).
Reparé en que esta amable señora llevaba tatuados en su brazo derecho tres nombres y, curioso, le pregunté si eran los nombres de su marido y sus hijos. Ella esbozó una sonrisa enigmática y respondió a mi pregunta:
—Son únicamente los nombres de mis tres hijos.
—¿Es usted viuda?
—No, mi marido vive.
Los escritores necesitamos averiguar cosas sobre la gente para luego poder contarlas. Insistí en mi interrogatorio:
—¿Está usted divorciada?
—No, sigo casado con el padre de mis hijos.
—¿Por qué no lleva entonces tatuado en su brazo también su nombre?
—Por una sencilla razón: mis hijos siempre serán míos, mi esposo puede dejar de serlo cualquier día.
Algo debía barruntarse esa suspicaz mujer del tatuaje en el brazo, porque meses más tarde mi madre me contó que su marido se había fugado con la mejor amiga de ella.